Este blog está dedicado a un lector.

Se llamaba Domingo Gentile.

Al final de cada libro suyo consta las fechas en que lo leyó y releyó, en períodos que van, por ejemplo, desde el 13 de Septiembre de 1928 al 14 de Febrero de 1943 y el 16 de Noviembre de 1953, todos de muy fina encuadernación y armado como eran las ediciones de aquellas épocas. Algunos de los autores son: Zola, Dostoievsky, Heine, Eça de Queiroz.

La biblioteca de la Cooperativa Popular de Electricidad de Santa Rosa, lleva el nombre de Domingo Gentile.


lunes, 16 de diciembre de 2019

UNA SERIE DE MUCHOS CINES Sobre un libro de Rosa Audisio






   A veces el azar nos sorprende con una buena foto en la pantalla, simplemente porque hicimos una pausa en la película. Nos da pena continuar, aunque sea por un instante. En el fondo, la intriga de lo que estamos viendo presiona sobre la imagen fija, y no hay vuelta atrás. Se lo decía a Rosa cuando me invitó a ver la portada de su libro en una página web. Los fotogramas suelen ser tan o más interesantes que algunas fotos pretendidamente artísticas. Tienen esa gestualidad de una escena fraccionada que cobra una autonomía de instantánea, de toma directa. Por supuesto, este es el sentido del libro de Rosa Audisio (General Pico, 1953) Cinefilia, Asociaciones libres -Homenaje al cine de ayer, de hoy y de siempre-, aparecido en agosto de este año. Hay temas, nombres, coincidencias, que la autora reúne a cuatro imágenes en cada página, dentro de las cuales una es la que convoca a las otras, definiéndolas con un título: Pájaros, por ejemplo. Es un trabajo con la memoria, la imaginación y las “asociaciones libres”. Fuera del costo de impresión que implican las imágenes en color, los fotogramas en blanco y negro generan un sentimiento de nostalgia, algo de retro dramatismo, un contradiscurso a nuestra época, tan restallante en sus publicidades. La única imagen a color está en la tapa del libro (más un rojo de adentro), y es una nena con un perro. Las otras tres, en el mismo plano, también son personajes con perros, casi dando a entender que el amigo más fiel de lo humano sigue siendo un animal.
   El libro tiene algunas consideraciones a modo introductorio, empezando por Luis Abraham que, con unos ejemplos de reminiscencias arcaicas, cuenta la historia de dos hermanos que juegan alrededor de una fogata, viendo sus sombras proyectadas. Es inevitable pensar en el mito de la caverna de Platón y pensar en el cine, porque Luis está contando la historia nada menos que de los hermanos Lumière, los autores del séptimo arte. Es una historia muy hermosa y muy bien contada en su brevedad. Después sigue Rosa, que nos habla de sus ideas y de sus sensaciones a partir de estas imágenes quietas y extraídas de sus secuencias en movimiento. El cine hecho por mujeres es una de ellas. Otra es el reconocer la subjetividad como impulsora de la elección de las imágenes y no tanto una labor investigativa. Hay más, pero para eso está el libro. Adentro están las imágenes que evocan desde los pianos a la nostalgia, desde el aire a las muñecas, en distintas épocas y países. Se nota la intención poética, antes que la mera información.
   Rosa y Luis forman una pareja sentimental y estética, unos esposos Curie de las artes. Los dos, artistas visuales, han realizado varios proyectos, a dúo, pero también colectivos. Por eso Luis nos presenta el libro narrando el inicio de una pasión que surge en la niñez de estos dos muchachos, como ocurre con la hermandad, el primer amor y las imágenes de los primeros sueños.  Por otro lado, cuando uno piensa en las series un poco secuenciadas de la pintura de Rosa, cae en la cuenta que estos fotogramas son coherentes con ella y de alguna manera son parte de su obra.



                                                                                                             Miguel de la Cruz




martes, 29 de octubre de 2019

¿POR QUÉ LEER A SENAC?




   Sí, ¿por qué leerlo? Y, sobre todo, ¿por qué leer El viento que pasa, su último libro publicado?
   Porque no se atiene a una época.
   ¿Y cuál sería la ventaja de esto?
    Que su escritura trae al presente las sensibilidades de un pasado más o menos lejano, y también contemporáneo, que nos hacen comprender las sintonías y carencias de nuestra actualidad, por contrastes, por procedencias, por singularidades. Y no hay uno que se imponga sobre otro. Es como si cada uno de esos pasados literarios, desde una posición, nos hiciera un lugar para ampliar nuestra visión. Y es en la particularidad de cada uno de los 23 autores que Eduardo Senac comenta, donde reside la pluralidad de su gusto, el encanto que persiste en él como lector y que nos contagia.  
 

   Pareciera que Senac no puede escribir solo, siempre lo acompañan escritores ya muertos como si fueran fantasmas. No puede escribir sino es en medio de una pasión serena y de a ratos ardiente que él llama Literatura. Pero, considerando que este libro es una biografía de estos autores, tendríamos que ir más allá de cada uno de ellos y centrarnos en uno solo, el principal, el biógrafo, para aclararnos: esta es la (auto)biografía del lector Senac. Una biografía salvaje en medio del viento que pasa. Esta sería la metáfora del título. Implícitamente es un homenaje a la reseña, a la crónica existencial, al misterio de ciertas vidas dentro y fuera de sus obras. Senac dan ganas de leer, no sólo a él, sino a los otros. Ni hablar en este libro: uno quiere releer lo que conoce y salir a buscar lo que ignora, si no lo que ha subestimado.
 

   Como Borges, Senac es un lector agradecido. En este último libro, se suceden comentarios de obras determinadas en torno a las experiencias vitales y artísticas de su autor. En algún aspecto -el de la brevedad, más cierto tono aséptico al referirse a los temas- se lo podría vincular con las presentaciones que hacía Borges de los autores seleccionados para las ediciones de su Biblioteca Personal que Hyispamérica publicó en los años 80. Sin embargo, hay más opinión que en Borges y arriesga alguna suposición de sus vidas como hizo Marcel Schwob en Vidas imaginarias, tomando escritores reales, legendarios y personajes ficcionales.
   

   Tiene hallazgos iluminadores como en otros libros. Hay dos que me sacudieron y que no voy a olvidar nunca. Uno es cuando dice que Faulkner “inventó el género de los que escriben como si estuvieran soñando”. Es la definición que uno necesita frente a un estilo, como el de Faulkner, donde la simultaneidad de tiempos y espacios provocan en la lectura una vaguedad por momentos inconexa entre las situaciones, a pesar de la lentitud minuciosa de la narración. Otro es cuando se refiere a las Leyendas de Guatemala, de Miguel Ángel Asturias: “Quizás todo buen libro sea el principio de una cosmogonía. En tal caso un maestro del género sería Miguel de Asturias (sic), quien fusionó una técnica nebular y poética con el sagrado mandato de explicar el mundo”.
    En todos los comentarios, se dan este tipo de aciertos que abren un centro en torno a una figura o a un concepto; aun sobre el final del texto, una frase esclarece una personalidad, una idea, un punto de vista. Las hay más totalizadoras, de una filosofía que integra al hombre al devenir cósmico, siguiendo una misma dirección, como al final del análisis que hace de Bartleby el escribiente, de Melville, cuando nos recuerda que la “ensoñación o en el caso de Bartleby el suspenderse con firmeza (…) basta para asombrar y corromper el tejido viviente que se mueve como un río a nuestras espaldas, el que nos ahoga con sus días todo alrededor”. 
   A Carlos Castaneda le dedica una explicación detallada y sintética de lo que son los chamanes en general y no tanto el caso puntual de Juan Matus, el chamán con quien se relacionó durante años este antropólogo que tiene, como Homero, varias fechas y lugares de nacimiento, según las versiones. De Máximo Gorki dice que “opina a través de sus descripciones”. Se incluyen autores que los intelectuales académicos y críticos literarios no se les ocurriría ponerlos al lado de aquéllos que son sus consagrados, por no responder a un canon, lo que significaría un desprestigio para su profesión y su currículum. Los autores conviven en este libro; de hecho, algunos, ya comentados, ingresan a comentarios posteriores para que el lector recuerde sus características, en este caso, y para asimilar mejor el texto presente, sea por oposición o coincidencia.
    Da la impresión de que Senac se permite un repaso de sí mismo con esta selección, que no es otra que la de sus lecturas más primigenias, las que le enseñaron a amar la experiencia, la imaginación, la percepción y todo lo que tiene que ver con animarse a leer la realidad como un libro. 
   Un escritor o un pensador de un siglo remoto convive con un misántropo, un chamán secreto con un orador místico, un personaje con un actor que necesita amor.





  Cuando Eduardo me envió el libro, le escribí un mail para decirle: que la tapa me había deslumbrado a primera vista. No vi un color gráfico sino una luz tostada; luego los tonos casi ocres, mostazas, ladrillos, terracotas. Y en ese color con sus tonos se integran unas espigas -o un pasto lacio coronado de semillas- de trazo y mirada orientales contra un crepúsculo entre arenoso, de resplandor incendiario, de viento que lleva en andas un polvo imperial. Esa fue mi visión: también las letras, un poco más subidas de tono, pero impregnadas de la misma temperatura. El enternecedor logo de su blog El Lobo Estepario aullándole a la inmensidad del viento que pasa. Después vino esa alegría de saber que has creado tu propio sello editorial (precisamente: Ediciones El Lobo Estepario) y que lo has iniciado con este libro.
    Le decía, también, al leer el segundo autor comentado, Albert Camus, que El extranjero es uno de mis libros preferidos; lo quiero más que a La peste, que tal vez sea más elaborada como novela.  Es un tipo de relato breve donde narración y argumento conservan la misma intensidad de ritmo e intriga a lo largo del texto. Eso mismo me ha provocado La metamorfosis, La muerte de Iván Ilich y El capote. De este libro de Camus me identifiqué con el extrañamiento, ya desde el comienzo, cuando el protagonista recibe la noticia de la muerte de su madre y toma esa distancia pensativa, neutra, que le hace decir: “Hoy ha muerto mamá. O quizás ayer. Recibí un telegrama del asilo: (…) Pero no quiere decir nada. Quizás haya sido ayer”. No sé, hay una parquedad en estas expresiones que desplaza la realidad habitual y esclarece la circunstancia con una lucidez propia de una conciencia que se extraña de sí misma ante lo inevitable, por la forma de anunciarse, en palabras cortas, desde una crudeza impersonal. También ese tipo de extrañamiento me dejó en suspenso cuando leí en tu libro La precisión de la fiebre: "Puse un disco para que escuche un amigo, que de todos modos es la gran bienvenida que me doy cuando llego a mi casa al salir del diario. La tercera canción era el “Himno a la noche” cantado por un coro francés que hubiese jurado que estaba casi fuera de este mundo, que era cosa de ángeles. La canción corría y Gabriel Reinhard, sentado en el sillón de enfrente, me dice por sobre las voces que salían de las bocas invisibles de la noche: 'Es inútil, la humanidad no puede terminar bien'.  Fue una conclusión que no espera respuesta, pero aún yo no sé por qué habrá dicho eso”.
  Y volvés a señalar ese final humano en este libro con tu propia voz: "... la fuerte actividad moralista, que viaja en todos los hombres, factores que nos pierden, y por los cuales deduzco que la humanidad no puede salvarse".
    También me extraña, cuando el extranjero, Meursault (también lo conozco como Mersault), está asomado un domingo a una terraza y ve pasar un camión con hinchas de fútbol exaltados y uno le grita: "¡Les ganamos!" Y él, desde arriba, dice: "Sí", sacudiendo la cabeza”. A pesar que Camus decía que le debía mucho al fútbol, el personaje parece contradecirlo.
      ¿Le sucederá algo similar a Senac con una humanidad que le merece compasión, no porque se sienta del todo integrado a ella, sino porque descree de que pueda sobrevivir y salvarse de su autodestrucción recurrente?

  Volviendo al libro. La biblioteca de Senac es polifacética, como se comprenderá al leerlo, y cada libro tiene su ubicación irremplazable. Su lector es un comentarista, un poeta y un pensador. Cuando lo leo, pienso en lo que decía Juanjo Sena: que la literatura es una forma de la filosofía. Me parece que Borges lo dijo también. Y hace poco le escuché decir al filósofo español Javier Gomá que la filosofía tiene que ver con una sensibilidad literaria, no con la ciencia, como se ha insistido. La filosofía arriesga ficciones, no hipótesis; más que afirmar, interroga.
   El sentimiento místico y la idea religiosa campean sus reflexiones en concordancia con autores y circunstancias de su vida. Pero también se vislumbra una impotencia metafísica, cuando se pregunta cuál es su religión y no obtiene una respuesta. Me pregunto si su religión no es la literatura, y creo que podría ser una tentativa de unidad el hecho de explorar las distintas épocas y poéticas de las que se ha nutrido. Acaso un religioso deba idealizar a la humanidad para creer que la ama. En cambio, Senac podría ser tan pesimista como Schopenhauer, a pesar de que diga de él que “su error principal es el pesimismo excesivo”. Tal vez Senac esté libre de este exceso por su búsqueda de trascendencia y su sentido del humor, de los que el filósofo alemán prescindía o, en todo caso, abordaba la existencia desde una ironía hilarante, negra, como cuando escribe: “La muerte es el consuelo de los males de la vida y los males de la vida son el consuelo de la muerte. Gozamos, pues, de una situación envidiable”.  

   Volviendo al Senac que escribe. Hay que insistir. Hay que leerlo. Es un escritor necesario para todo momento, claro, sobrio, fuera de toda contingencia, hoy que todo está pautado por los discursos de la inmediatez. Un gran escritor de aquí y de cualquier lugar adonde llegue. La limpidez de su reflexión es fruto de una inteligencia sensible, capaz de deducir una mayor comprensión de lo que experimenta fuera y dentro del texto. Es un fruto iluminador, la manzana de un paraíso ficcional que se da a probar en lo que es la duda y el sentido de una acción, como en el mito adánico.

    Contrariamente a los detalles escrupulosos con que presenta el lugar y la fecha de nacimiento y muerte de los escritores que trata en el libro, en la solapa Eduardo Senac no deja sus datos personales, sólo sus publicaciones y actividades culturales, como diciendo: soy lo que hago, no de dónde vengo. Es posible que se sienta un cronista de lo más impersonal, un entrevistador furtivo de las existencias asombrosas, como a él le gusta decir.


                                                                              
                                                                                          Miguel de la Cruz
   




miércoles, 16 de noviembre de 2016

Un poema y un cuento de Martha Bernal

Aunque aparentemente distinta en su forma de poetizar que de narrar, en una y otra Martha Bernal siempre resuena desde un trasfondo de magia, relaciones íntimas, sortilegios...


                                                   Vislumbre

Mueve penumbras tu corazón
densa cortina de niebla
tensas olas circundan tu caída impalpable.
Allí estás, desde el comienzo
desde aquella mañana que ignora la memoria
turbio animal sin sueños
anillo audaz de vaga lejanía
hoy esta plaza, este sitial, el rito
anuda la honda planicie de la tarde
(¿quién se asomó a mirar por si dormía
tu fe inconmensurable, tu pregunta
aquella sin retorno, negativa del eco
amor sin superficie, hondo debate de
silencio y tiempo?).
Se perdió la razón, está flotando
denso vaho la viste, la circunda,
turbias perlas le siembran las raíces
el pelo, densa tela le cubre las rodillas,
alfombra alba del norte para su tez cansada
y la distancia.
Nunca me supe ahí, estoy como un sonámbulo
mis dedos te acarician sin tocarte
por tu esencia intangible,
observo los vestigios, los ocasos
aquellos en que te ibas perdiendo.
Soy el ave tenaz que no se rinde
Aquel que circundaba navegación y ríos
Buscando una palabra inviolable y ausente.
Y ahora me pierdo y sigo contemplando
todo lo que deviene
ya nada me urge, la angustia
se ha esfumado, nadie detiene
mi soñoliento andar, sueño con vagas rejas,
con cornisas nevadas donde tu cabellera
hilaba al viento la ilusión perdida.
Mi sustancia se agota, mi vana perspectiva
No puede sostenerme
hoy el sitial enorme, extendido de ritos
se vuelca hacia la tarde
blanca de la memoria y remonta
aquel reloj de arena, aquella duermevela
antigua de los jueves, ese andar que recorre
el laberinto, reiterador de pasos y de sombras.


                                                                   Martha Bernal







                      
                                                                                         
LAS VACACIONES AJENAS

              
            Ir de vacaciones o quedarse en casa: That is the question.
   
   Pensaba esto con el último bocado de pan dulce, de turrón, con el sabor de las garrapiñadas, los últimos sorbos de cerveza, de sidra, las recomendaciones de la insoportable Reina Madre (para los chicos adorable, insustituible abuela), pensaba todo esto en la casa donde el calor anidaba como una torva araña, mirando las paredes con alguna grieta ya insoslayable, la falsa dignidad de la escalera señorial del estudio fotográfico que había sido, el patio de macetas y baldosas rojas que añoran el pasto y la humedad de la tierra. Pensaba en los falsos oropeles de una casa que había sido o siempre querido ser. Pensaba en el destino vacacional de los últimos años, en esa Villa Gessell y sus promesas incumplidas, los amigos que parasitaban las buenas intenciones de Eliana, esos chicos malcriados, prepotentes hasta ayer muñecos dóciles a los que se dejaba con la abuela. Los chicos siempre se decidían por la playa aunque un amigo de la madre insinuara Unquillo o Capilla del Monte (esas ideas de los viejos reventados amigos de mi vieja). La playa ofrece siempre la posibilidad de postergar los buenos propósitos del invierno: estudio, trabajo abandonado al poco tiempo porque ni el secundario podían terminar estos pendejos engreídos, endiosados por la estupidez congénita de Reina Madre. Eliana pensaba qué poca habilidad, qué poco tino el suyo para educar a esos chicos que un buen día aparecieron en su vida. Ella era así desde que recordaba: se enamoraba de las cosas un árbol, un perro, un chico. Pero las cosas luego se salían de madre. Para los cachorros de antaño bastaba un poco de comida, un poco de atención. Pero esos dos desconocidos de ahora exigían de Eliana que se cargara al hombro la mochila de sus vidas. No puede ponerse ni la propia, piensa Eliana. Le basta con reivindicar como propia la frustración de una vocación nunca descifrada. Tiene la oficina, los viajes a Tribunales, las oportunidades desaprovechadas, las críticas de Reina Madre, la ausencia de un padre que aparentaba comprenderla. Y ahora otra vez llega Enero y un nuevo plan de vacaciones.
   Los chicos partieron. Prima facie, ellos no la necesitan. Reina Madre les hizo la valija y les dio unos pesos. Para llegar tienen. La canción más escuchada en casa es la del dinero, sobre todo la del faltante. Las ideas del hijo giran alrededor de todo lo que necesita y la forma en que podría conseguirlo. Creativamente, se entiende. No siguiendo el rumbo de la gente como sus abuelos o su madre, de oficina en oficina o sacando fotos. La hija también piensa en dinero y fuera de pedirlo, casi no habla con ella. Sólo con Reina Madre a quien la une un sólido hilo de ternura nacido quién sabe cómo porque Reina Madre nunca ha sido muy tierna, al menos no con Eliana. Con los nietos fue en cambio tierna y complaciente hasta el hartazgo. Todo lo que criticó en Eliana le parece maravilloso en los chicos: que lleguen tarde, que traigan amigos dudosos, que tomen cerveza, whisky, lo que se les ocurra. Que fumen porros (total, son jóvenes) y que no estudien también es digno de alabanza (Eliana siempre estudió y comparada con sus hijos es un modelo de buenas constumbres). Pero así es Reina Madre: una contradicción ambulante.
   Ahora le toca a ella. Tiene que comprar una malla nueva, poner cuatro cosas en el bolso, pensar en todo lo que sus hijos habrán olvidado, tiene que pensar en olvidar. Febrero se acerca inexorable, aunque distante un mes entero y con los primeros días llegará otra vez el periplo por ascensores, escaleras de mármol, falsedad edulcorada de algunos compañeros, envidia desembozada de otros, ínfimas miserias de todos los días. Ponerse otra vez el uniforme presuntuoso, maquillarse un poquito, engolar la voz cuando hable por teléfono, fingir una felicidad y una armonía que no la rodean, falsear los recuerdos de las vacaciones, y asistir otra vez a los prolegómenos de un año que comienza y que seguramente será tan frustrante como el pasado.
   Pero, ¿si se quedara?El verano es intolerable en La Plata y en su casa. La madre omnipresente recordando todos los días un pasado perfecto y aventurando el futuro de los nietos. El presente no cuenta para ella. Eliana piensa que, si al menos fuera huérfana, la opresión sería menor. Como su amiga europea (naturalizada), una chica sin ataduras: sin madre ni padre ni vínculos. Se le ocurrió irse a Europa, a la aventura y allá fue. Y está bien, a lo que parece cuando vuelve de visita a lamentarse por el Tercer Mundo y felicitarse por la maravillosa suerte de haber podido abandonarlo. Porque, eso sí, la tal amiga es rica. Como dicen, no hay mal que por bien no venga.
   A Eliana le parece que, sin su madre, hubiera crecido. Porque tiene ya cerca de 49, menopausia en marcha, pero para su madre sigue siendo una niña. No registró la maternidad de su hija y en cambio le robó los muñecos, los convirtió en sus cómplices. Reina Madre será hasta su muerte eso: la dueña, la que manda, la que decide aunque los recursos económicos de Eliana sean infinitamente superiores y sin ella apenas pueda mantenerse y mucho menos mimar a los cachorros crecidos. Pero Eliana no aparenta ni remotamente los casi 49. Hay momentos en que la madre siente el impulso de consultar aquellos documentos que prueban que efectivamente su única hija es una mujer de 49 porque nació cuando nació, cuando todo era perfecto.
   Eliana sale de su casa. Es muy temprano y está de muy malhumor. Justamente en enero tener que levantarse a la misma hora que se levanta en el tiempo de la esclavitud. Qué poco ánimo. Ha decidido no llevar más que unas pocas cosas. Con suerte comprará algo cuando llegue, si le queda un resto disponible porque los niños son insaciables. Eliana piensa que no debería haberse dejado arrastrar una vez más por la voluntad ajena, a vivir unas vacaciones también ajenas. Pero una madre, diría Reina Madre, debe hacer algún sacrificio extra por sus hijos, caramba, no es posible para una madre pensar sólo en sí misma, en sus amigos, en sus salidas. Si los pobres chicos -a los que ya golpeará la vida-  tienen ganas de ver el mar, pobrecitos, por qué ella iba a ser tan malvada, tan egoísta de agarrar para otro lado o quedarse en casa haciendo nada, sólo salir a jugar por la noche con sus amigas y tolerar mal el calor del día.  Nunca pensó en ellos, ni siquiera cuando les eligió un padre, ese consentido, un chico malcriado también él. Qué mal eligió siempre Eliana. La culpa se ha enseñoreado del bolso, que pesa más de lo debido. Por las calles arboladas camina y suspira Eliana cuando de pronto aparece Gustavo. Es la primera sorpresa agradable del día.
   Realmente fue una bendición encontrar a Gustavo y a su nena. Cuesta imaginar que Gustavo hubiera engendrado a alguien y menos a esa chica tan distinta que condesciende a acompañarlo unos días todos los veranos para no bancarse los reproches maternos todo el año. Eliana piensa que es una paradoja que Gustavo haya engendrado justamente a una niña porque Gustavo seguramente no amó a ninguna mujer, ni siquiera a la madre de esa niña. En cambio sí pareciera haber amado a Gabriel, un antiguo amigo de la adolescencia.
   La cuestión es que desandaron el camino a pesar de las protestas de la niña y ahora están Gustavo y ella tomando un té en la casa de él y analizando el proyecto de vacaciones que no les cierra. Pero Gustavo tiene que hacer un buen papel delante de la madre de Laurita y además está estudiando el terreno para una eventual mudanza a Córdoba porque la verdad es que la ciudad ya no se banca. Cuando aterriza por fin en la realidad Gustavo cae en la cuenta de que se les hará tarde para viajar, que él y su hija deben partir pero ¿y Eliana? Venite con nosotros, loca, lo vas a pasar mejor que con tus hijos en ese lugar para pendejos y Eliana piensa que a lo mejor es tentador pasar unos días de incógnito en las sierras, el lugar para viejos según los cachorros y a lo mejor hasta pudiera consolarse con Gustavo de las amarguras del pasado y las por venir. Pero no, las horas que pasan ya no vuelven más. Y con Gustavo compartieron  alguna noche nebulosa en la que algo debe haber pasado pero no está muy claro, nunca quedó nada claro entre los dos, siempre estaban demasiado fumados o borrachos o ambas cosas. Lo único claro es que se llevan bien, como podrían llevarse dos náufragos perdidos en una isla o dos terrícolas en Marte.
   Y de pronto la propuesta de Gustavo: loca, me tengo que ir, yo sí tengo que sacar a mi hija de acá unos días y además aquello me copa, estoy muy harto de esta ciudad, de su contaminación, de su ruido, de las caras del pasado y de la tristeza de los que faltan. Si querés venite con nosotros, ya sabés pero si no te querés ir a ningún lado en especial, pensás que con tus hijos y sus amigos te vas a rayar, a tu vieja no la soportás, etc. ¿Por qué no te quedás acá, en mi casa? Iba a venir un quía amigo, de pasada le llevaría las llaves para que viniera de vez en cuando pero qué mejor que vos. Esto no es un palacio ni mucho menos pero tampoco está tan mal. Hay plantas y no hay madres ni nadie que joda. Quedate acá y hacé la tuya. Cuando quieras, levantás campamento. No te vas a encontrar con conocidos acá, es el escondite perfecto.
   Eliana mira a su alrededor. Sí, esa casa medio escondida puede ser el escondite perfecto. Sus vecinos no la descubrirán aquí y sería muy raro que se encontrara con algún pariente. Comprar lo indispensable para comer le llevaría unas pocas cuadras. La casa en realidad no es de Gustavo ni de nadie. De regreso de su periplo europeo, Gustavo dio con la casa por mera casualidad. Necesitaba un lugar, estaba con su mujer y Laurita apenas caminaba. Recorrían el barrio buscando algún refugio barato porque no podían vivir eternamente de la paciencia de la familia de ella y repararon en esa casa abandonada. Un parque descuidado la rodeaba, viejos árboles, enredaderas, malezas de todo tipo. Era indudable el abandono de años. La zona no era mala, pero el lugar no estaba muy poblado y tenía mala fama. A ellos de entrada les gustó. Gustavo empezó a hacer averiguaciones, fue a la municipalidad, habló con uno y con otro. Sí, había varias casas como ésa en la ciudad, abandonada. Los dueños se habían ido del país (como tantos en esa época), los responsables se habían cansado de cuidarlas, pasaban los años, la gente se mudaba, se olvidaba o moría. Pero las casas persistían en el abandono, nido de alimañanas, o de perros o gatos también abandonados. La municipalidad teóricamente podía apropiárselas o derrumbarlas o venderlas a quien apareciera. La alternativa aceptable era entregarlas a alguien como Gustavo que se comprometiera a pagar impuestos atrasados y a ponerla habitable porque, lógicamente para los vecinos eran una molestia y un peligro por las alimañas y también por la posibilidad de que se convirtieran en  aguantaderos de chorros o simplemente vagos, algo igualmente indeseable. Así que gracias a todo eso, Gustavo devino en propietario de una casa ruinosa pero con posibilidades. La familia de su mujer, con tal de sacárselos de encima,  puso un peso sobre otro para iniciar la tarea de convertir en habitable lo que era casi una cueva. Para ellos significó en ese momento la felicidad.
   Pero la felicidad no es eterna y no la garantiza una casa que cae del cielo, ni un matrimonio  estable, ni siquiera una hija que crece sana y hermosa. La felicidad se cae cualquier día como un castillo de naipes y si bien para Gustavo el matrimonio nunca garantizó la felicidad (sí un poco de sosiego, una leve sensación de alcanzar el puerto) un día amaneció con borrasca, se abrió la puerta y su mujer y su hija salieron para no volver. Bueno, la nena volvía cada dos semanas, se quedaba unas horas o un par de días y eso constituía una frágil relación no desechable en su vida caótica y solitaria.
   Todo esto lo sabe Eliana, Gustavo se lo contó en varias versiones, algunas dramáticas, cínicas otras. Ella en el fondo envidia a Gustavo, su falta de ataduras, esa libertad de los hombres como Gustavo, que la juegan de piolas, anticonvencionales. Como el padre de sus cachorros que se refugió en su inmadurez, en su inexperiencia de la vida para lograr la indulgencia de todos y marcharse muy contento a Inglaterra, a probar suerte con su música. Ella por desgracia conoce bien a los hombres como Gustavo, hombres que viven huyendo. Ni loca volvería a hacer una elección semejante. Pero como amigo Gustavo es leal, hay que aprovechar eso, cada uno da lo que puede en esta vida.
   Así que se ha quedado sola en la casa de Gustavo. Hasta fin de mes puede quedarse. Tendrá que tener cuidado, no dejarse ver fuera del barrio, no llamar a sus amigas porque se sabe que nadie es una tumba. Su madre podría enterarse de que ella está a pocos kilómetros y entonces se vería obligada a alejarse muchos más.
   ¡Qué maravillosa sensación de libertad, de intimidad! En casa no puede sentirla porque apenas dispone de un cuarto para ella sola. Y relativamente, porque los demás piensan que también les pertenece. Cuando era chica, por años dispuso de un pequeño departamento para sí. En la planta alta dormían su abuela y ella, cada una en su cuarto, en su mundo. Después de la muerte de la abuela, el cuarto sobrante se convirtió en un pequeño escritorio. Allí estudiaba, tenía su máquina de escribir, su equipo de música. Hasta comía a veces, cuando no tenía ganas de soportar los caprichos de Reina madre. Pero después de que se instalara con los chicos, el departamento se fue achicando. Inclusive hubo que agregar un cuarto, pero el espacio de Eliana igual se fue achicando porque los chicos lo invadían todo.
   Aquí, en cambio, qué delicia. Esta soledad, la ausencia de vecinos (porque las pocas casas, a varios metros, están abandonadas). Uno termina odiando a los vecinos sólo porque lo son. El ser humano es fatalmente gregario pero acaso de ahí nacen las guerras, de la contradicción entre la necesidad gregaria y la misantropía, dos sellos distintivos de los hombres. Eliana siente que el tiempo se estira, tanto tiempo libre la sumerge en un sentimiento oceánico. A la mañana se despierta temprano (la fuerza de la costumbre) y sin ruido, sin música (su madre no puede vivir en silencio así que las mañanas son un potpurrí de música edulcorada o las fatídicas noticias que vierte el televisor). A Eliana esos ruidos sin interés, sin propósito, se le antojan una tortura psicológica. Los cachorros también son adictos al ruido y aunque a Eliana le fascine cierto tipo de música, no tolera la música impuesta. Así que a la mañana se despierta sin ruido, distendida. Se toma un mate, se fuma un porro, come lo que se le antoja en el momento. No tiene que asistir a almuerzos planificados ni escuchar las quejas de Reina Madre relativas a lo que oye en la tele o lo que le cuentan los vecinos o su propia insatisfacción porque Eliana piensa que ese sentimiento tal vez se trasmita genéticamente. Porque siempre escuchó a su madre quejarse: de dolor de cabeza, del desorden de la casa, de lo mucho que trabajaba, de la familia, de los sacrificios que había hecho por su hija, de no haber tenido otro hijo, de la situación del país, y un largo etcétera. Su madre siempre parecía estar donde no debía. Y eso en parte fue una trasmisión genética. Porque Eliana tampoco supo nunca cuál era su lugar ni pelear por uno. Su madre reinó sola.
   Cuando nacieron los cachorros, sus padres se alegraron. Para ellos significaba volver atrás, revivir la ilusión de los primeros años de casados. La madre dejó los modales aniñados y adoptó realmente el aire maternal que nunca la caracterizó ante su propia maternidad. Se tornó una mujer comprensiva y contenedora. Hasta suspendió las quejas. Tenía una paciencia infinita con los nietos, todo lo comprendía y aceptaba, todo le resultaba tolerable. Su vida había alcanzado un propósito, parecía. En cambio con Eliana siempre mostró una faceta contenida de resentimiento. Resentimiento ante la juventud de la hija, ante sus logros. Envidia de la ropa que no podía usar, de los zapatos de plataforma que no toleraría, de las salidas, del éxito de su hija con los muchachos.
   Eliana piensa en estas cosas sin rencor, porque ahora es la dueña de la casa, porque ha tomado tanta distancia que no son treinta, cuarenta, cincuenta cuadras. Es un mar de espacio el que se abre entre su madre y ella. En ese mar de silencio se desplaza por el jardín, donde siempre la sorprenden novedades.
   Como ha llovido toda la noche, Eliana encontró varias casitas de hadas. Curiosamente, pocas veces en la vida le fue dado contemplar ese espectáculo. En su casa, desde que recuerda, todo estuvo embaldosado y pulcro porque Reina Madre odia todo lo que no puede manejar y así la vuelven loca el polvo, el barro, las hojas que caen de los árboles. O la volvían, porque con los chicos ha cambiado y a los chicos sí les gusta el desorden, el barro, etc. Con ellos fue más flexible y si Mauricio se embarraba de pies a cabeza o Maité se metía en un charco para hacer una gracia, parecía encantada.
   Las sorpresas no vienen solamente del jardín sino de la calle, de la gente que pasa. Un día en que se había sentado en la puerta vio una extraña mujer que pasaba. Era realmente extraña: de edad indefinida, la desconocida lucía un vestido de llamativos colores. Llevaba el pelo bastante largo, con algún toque gris. Los ojos eran azules o verdes, muy raros, como los de los gatos. Se detuvo frente a la casa y le sonrió a Eliana, como si la conociera. Después continuó su camino. Caminaba con cierta gracia juvenil, taconeando con sus zapatos rojos. Al parecer, pasaba frecuentemente por esa calle, porque Eliana volvió a verla días después, al atardecer. Esta vez la desconocida la saludó con la cabeza mientras sonreía misteriosamente. La tercera vez que pasó, la mujer de colores llamativos le habló. Tenía una voz ronca, como la de cierta actrices. Sí, eso es, debía ser actriz de teatro, eso explicaba la extravagancia del atuendo y la audacia de los modales.
   Un día la mujer le pidió un vaso de agua. Eliana se sintió obligada a hacerla pasar, le molestaba aparentar desconfianza. La mujer se sentó, tomó el vaso de agua y dijo. Linda casa, ¿es tuya? Eliana explicó sin mayores detalles su situación. La desconocida la miraba con su extraña sonrisa. De un bolso tejido también con llamativos colores sacó unas agujas y se puso a tejer. ¿Qué hacía? Flores para el invierno explicó la desconocida mientras tejía corolas. El invierno necesita flores. La desconocida la miraba, sonreía y volvía a su tejido. Sos una mujer rara, dijo Eliana, un poco asombrada de haber pronunciado esas palabras en voz alta. No soy una mujer, dijo la visitante. ¿Y qué sos? Soy un ser extraño. A mi edad, las mujeres no tienen sexo. Además, nunca acepté semejantes clasificaciones, son terriblemente simplificadoras, ¿no te parece? ¿Y qué hacés? Vivo, ante todo. Después hago cosas, cosas distintas todos los días. Por ejemplo, tejer flores para el invierno. La mujer volvió a sonreír, guardó las agujas, se levantó y se despidió.
   Después se encontró con Estela.  En aquella casa todo sucedía. Y surgió aquella propuesta indecente que años ha rechazara. ¿Habría hecho bien? ¿Por esto te quedás? Había preguntado Estela imperturbable ante el silencio de Eliana, que quería casarse, tener hijos, lo que hace todo el mundo. Estela proponía otras cosas. Era una propuesta antifamilia, casi una simple propuesta de negocios. Estela quería radicarse en Inglaterra, tenía la posibilidad de manejar un negocio inmobiliario allá. Estela no tenía padres, ni biológicos ni adoptivos. Le gustaba decir que había nacido del aire, espontáneamente. Se le hacía raro pensar que la habían abandonado como a un cachorro recién nacido. Y sus padres adoptivos, luego, también eran extraños. Muy grandes, la habían colmado de juguetes, de comodidades. No le habían ocultado su origen. Buena gente, pero demasiado lejana cronológicamente. Se murieron pronto. Le dejaron una fortuna, un tutor abogado y una enorme soledad, una carencia de vínculos tal que hacía pensar que era una hija del aire. Se quedó literalmente sin nadie. A lo mejor por eso se aferró a Eliana de una manera enfermiza. Por eso no podía entender que a Elina no le interesara en absoluto Inglaterra, que prefiriera seguir atada a su destino de hija única con responsabilidades exclusivas, que estuviera enamorada de su novio, que quisiera hijos.
   ¿Pero cómo Estela aquí? ¿Cómo había dado con ella? Es que la casa atrae a las corrientes del tiempo. O tal vez esas plantas misteriosas que Gustavo le encargara cuidar. Sobre todo éstas, que no les falte agua. Esas plantas tienen un poder proverbial para cambiar los estados de la mente, alterar el tiempo, las sensaciones. Despertar visiones del pasado. Y esto había ocurrido en el pasado, más de veinte años habían pasado desde el viaje de Estela, desilusionada de Argentina. Tras haber intentado volverse izquierdista y haber visto el fracaso y el horror y la alienación, Estela había optado por la huida. Había triunfado una vez más la veta capitalista. Claro, allá estaría mejor y ella no tenía afectos profundos. Así era fácil, cómo iba Eliana a renunciar a los suyos, a lo que estaba acostumbrada. Su sentido de la responsabilidad le hubiera impedido toda forma de la felicidad. Ningún paraíso europeo podía compensar el desarraigo, no para quien estaba tan arraigada, a su pesar. Y en cuanto al dinero, como lo tenía lo gastaba, Eliana no era mujer de previsiones.
   Todos pasaban por la casa. También aquel antiguo amigo de la noche, un paria. Venía de Brasil, le contó. Ese sí era un desarraigado, no le había costado adaptarse puesto que nunca se había sentido en su casa en ninguna parte. Mi nacimiento molestaba, solía decir. Y callaba oscuros secretos de la infancia. Le  trajo piedras de una cantera, piedras bonitas, de colores, que alguien podría engarzar y fabricarse un fantástico collar. O colocarlas dentro de un recipiente de vidrio y mirarlas, eran un placer. Y Eliana piensa, cuántos amigos ausentes en esos años, cuánta nostalgia. Algunos desaparecidos, otros muertos, otros tragados por la distancia o el olvido. Esta casa tenía un no sé qué, todos la encontraban. O acaso era el sortilegio de las plantas. Pero sin nada no se podía vivir. Eliana tenía también oscuros secretos que la atormentaban. En cambio cuando fumaba los terrores se diluían. Por ejemplo, el recuerdo del no nacimiento del hermano. Ese hermano que ella había imaginado, con quien jugaba. Pero resultó que el tal hermano en realidad no existía ni había existido nunca. Sólo en su imaginación, sólo en sus sueños.
   En las noches de tormenta ella soñaba al hermano no nacido. En una pesadilla recurrente escuchaba los pasos del hermano. Y después un toc toc en la escalera. Pero no era un niño sino algo así como una pelota que rebotaba en las escaleras y era sin embargo su hermano. Los demás decían que no había sido nada, que en última instancia el sueño del hijo perdido no era tal porque no había tal hijo, sólo una masa informe, una bola de tejido. Pero Eliana que había soñado y hasta establecido cierta conexión con ese hermano que iba a nacer no podía resignarse al fracaso de la naturaleza, a esa maternidad sin hijo, palpable a lo mejor en cierto rictus de Reina Madre que veía desvanecerse la esperanza de un varón. Y acaso en el aire triste y distante de su padre hubiera una cuota de aquel remoto desengaño. Tuvieron que conformarse con esa hija que debía llenar todos los huecos, suplir todas las promesas que había sembrado la posibilidad de un hijo varón.
   Aparece Darío. No ha cambiado tanto, aunque ha perdido ese aire efébico que tenía cuando ella lo conoció, un mediodía, en una reunión con amigos. Darío era un hermoso muchacho, tan hermoso como una puede imaginarse que fueron los efebos griegos. Y le sonreía. Eliana supo que eso era la felicidad, esa sonrisa, ese gesto abierto de él ofreciéndole un plato, algo de comer, era la felicidad. Nunca con nadie Eliana sintió esa comunión, esa unión espiritual, esa comunicación mágica. Se enamoró de Darío con un desaforado amor. A él pudo contarle cosas de su vida, secretos, que a nadie había contado. A él le habló de Estela, de esa relación misteriosa y perversa. Darío no se inmutó con la confesión: él había amado a un hombre, a un muchacho también sensible y muy atractivo, a un estudiante de arte. Se habían separado amigablemente. Darío no tenía profesión, pasaba la vida deambulando. No para encontrar trabajo, como explicaba para simplificar. Su trabajo, el eje de su vida era encontrar a Dios. Y lo explicaba con esa sencillez natural con la que explicaba todo: si Dios estaba en todas partes, debía estar también en esa ciudad inmutable e impiadosa. El estaba resuelto a encontrarlo y con ese afán recorría las calles, agotaba el espacio.
   A Reina Madre no le gustó. En un primer momento pensó que era un amigo de Eliana, uno de esos amigos raros que ella traía a casa y a los que la unían lazos que Reina Madre, con su mentalidad encorsetada, no podía entender. En general no le gustaban los amigos de Eliana, ni varones ni mujeres. Ellos eran muy raros, parecían poco hombres y ellas eran lo más parecido a mujeres perdidas que podía suponer. No entendía Reina Madre las amistades grupales, ese conjunto de seres heterogéneos  que salían no en pareja sino cuatro o seis varones y una chica. No quería pensar –era para volverse loca- qué podían hacer cuatro muchachos y una chica o seis muchachos y dos chicas. El mundo de ella no funcionaba así. Pero se sintió peor cuando se dio cuenta de que ese amigo que Eliana había traído a casa y que la trataba tan espontáneamente era algo así como el novio. ¿Novio? Eliana desdeñaba esa palabra pero, bueno, algo así como novio, traducido al lenguaje de gente como Reina Madre. Hasta planeaba casarse con Eliana. Bueno, casarse legalmente no podía porque se había casado una vez, hacía dos años más o menos, un error de juventud. ¡Hasta eso, planeaba un concubinato! Reina Madre sentía que le faltaba el aire. ¡Su hija una concubina, algo así como una mala mujer oficializada! Y además ese muchacho no tenía trabajo, ni un título. Porque si hubiese sido médico, abogado, arquitecto… la cosa cambiaba, concubinato incluído. Pero esta especie de reo, con linda cara pero sin dinero, sin casa, sin auto. Su hija se había vuelto loca. ¿Qué le podía ofrecer a su hija, vamos a ver? Y el muy desfachatado había contestado seriamente que su amor, si eso era poco. ¡Amor! Reina Madre sentía el infarto cerca. ¿Qué amor? ¿El amor de los jóvenes, que dura tan poco? ¿Y después? Ella no estaba dispuesta a bancar a un desocupado en su casa. Así que optó por echarlo inmediatamente. Y el payaso ni se inmutó. Hasta se despidió de ella amigablemente, como si pensara regresar al día siguiente.
   Al mes de eso Darío fue ingresado en una clínica psiquiátrica, tras mucho deambular delirando por colectivos, bares y calles. Eliana lo visitaba casi diariamente, lavaba su ropa, disfrazaba su desolación. Para ella Darío era el mismo. No es el mismo, decían los demás. Esas tardes en la clínica, con todo, eran una fiesta. Eliana tomaba el té con ellos y se sentía más feliz que en su casa. ¿El se curaría alguna vez, sería una persona normal, un hombre maduro? Pero entonces tal vez ella no lo quisiera. Darío era hermoso así, con su figura efébica, sus frases delirantes, su exhibicionismo seductor.
   Cuando salió era un poco otra persona y poco a poco se alejaron. El gran amor se esfumó con el paso del tiempo, como ocurre a diario. Eliana volvió a su vida y después conoció a Claudio y vino el casamiento y los cachorros.
   A ella le hubiera gustado tener un hijo de Darío. No pudo ser, él no quería. A lo mejor estar loco era hereditario y además estaba muy ocupado buscando a Dios y, ya se sabe, se busca mejor a Dios en la soledad del desierto que entre las preocupaciones que implica una familia. Eliana en cambio necesitaba tener un hijo. A lo mejor por eso apareció Claudio que era débil, poco apto para las contingencias domésticas pero al menos se alegró con la presencia de los chicos. El también necesitaba una justificación para vivir aunque tenía otra que le resultó más estimulante: la música. Y asi Eliana se quedó sola con dos cachorros que apenas recordaban al padre. Si no hubier sido por Reina Madre hubiera podido erigirse en jefa de su casa pero Reina Madre no iba a perder fácilmente el único papel protagónico de su vida. A lo mejor ella también hubiera querido ser alguien ypor eso peroraba y daba lecciones al aire en la soledad de su cocina. A veces Eliana, en su irritación, la increpaba: si sabés tanto, si tenés la justa, por qué no vas a decirlo por ahí, por qué te quedás encerrada acá. Pero ése es el silencio de las mujeres invisibles. Así como dicen que las mujeres en las sociedades patriarcales reinan solamente cuando son madres y por eso hacen de la maternidad un baluarte, Reina Madre no quería ver tambalearse su trono maternal. Volvió a ser madre activa con el nacimiento de los chicos y ellos se acostumbraron a tratarla como a la madre y a su madre como a una hermana mayor, bastante molesta, que les interfería los deseos que Reina Madre alentaba. Y el padre-abuelo dejaba hacer, él no se metía en las contiendas domésticas, él estaba en su laboratorio y luego en se enfermedad, parapetado, al margen.
   Viene otra vez la mujer del cabello ligeramente platinado. Le dice ahora que puede dibujar con sus agujas el destino. Está loca verdaderamente esa mujer. Por qué no planeás, le dice, yo te ayudo, cambiamos lo que sea, elegimos lo que te guste para el futuro. ¿Tiene futuro Eliana? Sus hijos, impiadosamente, le recuerdan que su juventud pasó, que ella no es actual. Les conviene que esté ahí, que los vigile, sobre todo les conviene que les dé dinero. Porque otra cosa no le aceptan. Un poco, sí, Mauricio. Con él hay cierto entendimiento remoto. Con Maité nada. Es curioso, pero nunca estuvo pendiente de sus hijos. Cuando eran chicos, tenían a Reina Madre. Ella no podía preocuparse por que les faltara algo porque total la madre perfecta la suplantaba. Ahora son dos jóvenes arrogantes que se las saben todas y ella, que nunca se sintió madre sino más bien hija, no los extraña. Estarán bien, casi se siente menor que sus hijos aunque ellos le recuerden tantas veces que las oportunidades pasaron a su lado y ella no se dio cuenta.
   Está en esa casa, en La Plata. La Plata es encrucijada de tormentas, encrucijada del tiempo. Tiene dos planos, dos realidades. Uno impera en el territorio de la vida, otro en el de la muerte. Dicen que aparecen el Alfa y el Omega. En las diagonales cruzan fantasmas. Confluyen la ciudad clara y la ciudad tenebrosa. Eliana nació en esta ciudad misteriosa, con recovecos. Suele pedalear por las noches porque ella acaso sea una criatura de la oscuridad. Atraviesa la plaza Moreno y se interna entre los parias, entre sombras que son ruinas de otra época. Acá, hace mucho, hicieron sortilegios. Y las cráteras con el agua ausente son garantía de la muerte. Tal vez por eso haya pasado lo que pasó aquí, la fascinación por la muerte. Eliana está pasando los últimos días de Enero. ¿Y después?
   Eliana sale de la casa porque ya pasó Enero. Antes de salir se miró al espejo y se vio ligeramente distinta, como si alguien más la habitara. O acaso más joven, como si el tiempo en la casa hubiera cambiado de rumbo. Camina con su bolso de viaje. Hace una hora regresó Gustavo, muy contento, como quien ha encontrado un nuevo camino, una oportunidad inédita. Sí, se volverá a Córdoba, es cuestión de arreglar un par de cosas y se irá a vivir a un paisaje que se le antoja maravilloso, a lo mejor porque es nuevo. En cuanto a Eliana, se puede quedar en la casa, total no es suya ni de nadie. Se la prestó el azar y al azar vuelve. A Eliana le gusta la posibilidad de vivir ahí, libre de Reina Madre. Puede tomarse vacaciones de por vida porque esa casa será la encrucijada que le conviene. Ya está pensando en hacer algunos cambios, tal vez poner cortinas, tal vez comprar algún mueble. Allí todo es magníficamente ajeno, es posible que deba habituarse a la ajenidad para sentirse ella misma. 
   La mujer del pelo ligeramente canoso se cruza con ella en la esquina. Le sonríe. Ellas se entienden. Voy a buscar mis cosas para quedarme acá, piensa Eliana. Reina Madre la mira con extrañeza, los chicos, de regreso, también. Nos vamos dice Eliana. Al menos yo me voy. Desde este momento todo va a cambiar. Hay consternación en el aire de todos los demás. Reina Madre intenta un puchero, como una niñita, pero se queda a medio camino. Los chicos están acomodando sus cosas. Ha llegado febrero pero es Enero para siempre. Ahora Eliana es la dueña de su vida y eso significa adueñarse de los meses, de los días, de los tapices de la extraña tejedora, su cómplice al fin. Cualquier cosa menos la resignación, menos la mediocridad. Aunque haya que renunciar a la madurez. Eliana vuelve a la casa de la confluencia temporal. Por fin se adueña de sus vacaciones.
Las casitas de hadas siguen allí porque todas las noches llueve. Algún gato se cuela por el cerco (mejor dejarlo así, no tapar ese hueco). Un colibrí vuela entre las campanillas.Las tres plantas misteriosas, madres de ensueños, se balancen levemente, como si asintieran. Qué hermosa es la vida, piensa Eliana. 


                                                                                                                                           Martha Bernal

Ilustraciones: Mañana en Cape Cod, 1950 y Mediodía, 1949, de Edward Hopper
Fotos tomadas de un libro.

lunes, 3 de octubre de 2016

Nadie cuenta completamente su vida por sí solo

  

   Miro gente en una publicidad televisiva y la música me hace sentirla buena,  esencial. Es un primer momento, porque enseguida los gestos, la forma que tienen de exagerar el saludo y saltar de izquierda a derecha, moviendo la cabeza en el mismo sentido, me hacen asociarla a gente que conozco y no soporto. Veo que la vulgaridad está siendo exaltada para confirmarle a una mayoría de televidentes  que su modo de actuar es el más realista y el que mejor garantiza vivir de acuerdo a la inmediatez, teniendo por todo futuro a los espectáculos en estadios donde alternan partidos de fútbol con recitales de bandas, campañas electorales con sectas de sanadores. La melodía acompasa sus movimientos en cámara lenta, modulándolos como un ecógrafo que se desplaza sobre el vientre de una embarazada. Los planos se estiran y contornean  en ángulos y barridos, proyectando sonrisas congeladas, pulgares hacia arriba, lenguas hacia fuera, y  gorras de béisbol al aire en todos sus colores.

  Mirando fotos de familia, veía  un conjunto selectivo de cosas y personas que los testimonios de mis mayores revestían de nostalgias, idealizaciones y anécdotas. Me costaba separarme de esas voces que me ilustraban lo que estaba mirando. A fuerza de repetirlas, terminaron representando un pasado glorioso o dramático donde la parentela y las amistadas fotografiadas cobraban el misterio que les daba estar muertos o ausentes desde hacía tiempo. Viendo el álbum en la cama, durante unas anginas de invierno, las palabras de mis padres cumplían la función de la música publicitaria en sus tonos persuasivos. Cuando les preguntaba quiénes eran los de las fotos, adónde quedaba determinado lugar y dónde estaban en ese momento aquellos tíos y primos que aparecían mucho más jóvenes que en la realidad, me contestaban que no sabían porque habían sido sacadas en un estudio, otras se las habían mandado sin datos en el reverso y otra en particular, debía haber sido sacada en un día de viento, por eso las mujeres se estaban agarrando de las polleras y los hombres de los sombreros. Algunos habían posado circunstancialmente, para un casamiento, y hablando de esto una vez,  mirando la fotos de mis padres recién casados, les pregunté por qué no estaba yo. Papá dijo que eso venía después, y mamá agregó: “claro”, sonriéndose. La pregunta los hizo irse de la pieza y yo me quedé feliz de volver al álbum y entrar en detalles cada vez más minuciosos. Podía ponerme a mirar un primo lejano de pose entera, con su nariz aguileña, su bigote recortado, las manos pesadas, y lo demás era el traje y el sombrero, los zapatos abultados que detonaban unos pies con problemas de formación. Me pasaba siempre que a primera vista lo sentía un poco bobo, le imaginaba un vozarrón áspero, empastado, todas ideas mías, por supuesto, ya que nunca lo había visto en persona, ni nadie sabía si seguía vivo o estaba muerto. Pero al fijarme en sus ojos pequeños veía la agudeza de un ave posada a gran altura, de una inteligencia fría, capaz de grandes certezas pero que se las guardaba para no alertar a sus presas, los que estaban abajo y que podían ser amistades, familiares, vecinos, visitas de circunstancias, que sólo los motivaba a observarlos como si los estudiara, lejos de complicarse en un afecto.




  
   Cuántos de éstos vestidos así, sólo uno con un piloto. Algunos se los veía de a caballo, lejos, en un vacío sin horizonte. Había una casa cubierta por una enredadera en  Mendoza, un tipo que sostenía la piedra movediza de Tandil y unos que posaban en una escalera frente a un ascensor en un departamento céntrico de Buenos Aires en los años cuarenta. A todos los enfocaba bajo la sensación de estar viéndolos en una doble imagen: la que veía y la de la vida que les imaginaba. Yo no había nacido  en ese  momento de la foto, con esa gente, en esos lugares. Me falta ser una imagen para alguien. Soy la misma inexistencia, el mismo vacío desde donde siento que miro las fotos y  la publicidad en la televisión. ¿Qué estaban representando esa gente, con qué sentimientos ocupaban el espacio donde se tomaba la foto? Una cosa era verlos en la imagen y otra sería escucharlos hablar fuera de cámara. Podía ser que sus formas de ser no coincidieran con esa impresión sublime que trasmite una imagen. El lugar fotografiado podía ser en realidad un detalle que sobresalía demasiado para ocultar la monotonía en la que crecía el hartazgo del que sacó la foto. Esas imágenes me ayudaban a curarme, cerraba los ojos y empezaban a moverse  en el interior de mi cabeza. Si me dormía, las imágenes solían prolongarse en el delirio que da la fiebre cuando  el cuerpo lucha con la enfermedad. ¿Dónde estaba yo en ese momento, desde dónde miraba? Al despertarme, sentía que tampoco había estado ahí, en el sueño. Era el vacío antes de nacer, no había estado en ninguna parte, apenas se insinuaba una posibilidad de ser una imagen o un espectador dentro de una sustancia muda, sin combinar aún; ni siquiera una célula embrionaria pulsaba en ese caldo primigenio de flujos y reacciones químicas que recorrían los cuerpos de mis futuros padres. Me faltaba el instante de ser engendrado como una imagen al ser captada por un lente, de la que luego nace una historia para ser contada en parte por otros, al principio, al medio y al final. Nadie cuenta completamente su vida por sí solo.


                                                                                       Miguel de la Cruz

                                                                  Del libro inédito “Prosas de vidas escondidas” 







La primera vez que vi un relámpago
no sabía hablar,
caminaba con dificultad entre sillas.
Fui llevado en brazos por alguien
que iba a levantar la ropa.
De pronto oí el silencio
y se hizo de día.
El anochecer se cargó
de espacios que flotaban atravesando el aire
con un olor a cobre recién fundido.
Aprendí a decir trueno antes que relámpago.
Va a tener buen oído, dijo un vecino.
Tendrá la visión del parpadeo
encendiendo y apagando lámparas
para confundir a los ojos,
                                                  dijo la bruja de su mujer.

   
                                                                              Miguel de la Cruz
                                                                          Del libro en elaboración “Primeras veces”


martes, 20 de septiembre de 2016

Martha y Miguel

           En la foto,  Martha y Miguel en la casa de ella, en Pico, una tarde de un invierno.


El sábado me llamó mi amiga Martha Bernal desde Pico. Cada dos por tres nos comunicamos y siempre nos decimos lo mismo: Algo habría que hacer para difundirnos. Esta vez el llamado apuntaba sólo a este tema. Le propuse compartir mi blog y ella aceptó. Retomando una nota que ya había publicado aquí sobre su novela, empezamos esta idea de ir juntos en busca de lectores.

Moradas de primavera

               
                     
DIÁLOGOS DE UNA ÉPOCA CRÍTICA

   Con 65 capítulos breves, en números romanos y la palabra Fin en la última página  como en las novelas del siglo XIX, “Moradas de primavera”, es la primera novela que publica Martha Bernal, radicada en General Pico hace años, conocida hasta ahora por un libro de poemas -”Sortilegios de nieblas”, Ediciones Ultimo Reino, Bs.As., 1995, y por artículos publicados en Caldenia, el suplemento cultural del diario La Arena- . En honor a la estación del año que le da el título, el libro fue publicado en septiembre del año pasado por  la Editorial Dunken que ya ha editado obras de unos cuantos escritores pampeanos. La brevedad de esos capítulos y la fluidez de los diálogos, hacen que se lea de un tirón si se es un lector que  se deja llevar por la claridad de estilo y argumento; o si uno es un lector que se toma sus tiempos para respirar después de cada pasaje o frase particular, entonces relee, vuelve al principio, a la mitad, a ciertos conflictos,  cada uno de los cuales se presentan en cuadros que no necesariamente son sucesivos sino que pueden ser  claves simultáneas de una historia personal y colectiva.
   En gran parte, los diálogos emergen en la situación que abre un capítulo, con la particularidad de que suenan a que están empezados, aunque siempre tomados en el nudo del tema  que se habla.
   La novela está situada en La Plata en 1973. Empieza en enero, una de las protagonistas llega a una casa antigua, misteriosa, viene de un tren, como si en un sueño hubiera pactado con un diablo,  marcada por la época de una juventud que milita políticamente movida por ideales de liberación. Pero ella es esquiva a su tiempo. Se llama Ana. Tiene un mal de amor. La filosofía  es su escudo en la guerra de las pasiones y la realidad. Viene a estudiarla, a hacer del amor al saber una carrera en la universidad. Más tarde se dará  cuenta que los conflictos están en las emociones y se los resuelve desde la psicología, pero ya es tarde, le queda discutirla con sus amigos.
   Los protagonistas se mueven en un grupo de estudiantes que conviven con la sensación de que sus carreras universitarias son eternas. Es un ambiente de pereza y vaguedad que favorece  estados de ánimos inestables, un querer y no poder, la dependencia de un compinche para decidir sobre el estudio, la relación amorosa contrariada por los pensamientos adversos a la entrega total, también la ambigüedad sexual, el conflicto entre racionalismo y misticismo, lo que suele derivar en  una duda amarga y aún fatalista, cercana al estancamiento más que a la expansión de la existencia.
   Son casi todos personajes jóvenes, pero en su devenir dan la impresión de que sus conflictos  perdurarán hasta más allá de su madurez; como le dice a Ana un siloísta: “Vos estás enferma de palabras, como todos los literatos, no decís lo que sentís, sino lo que sintieron otros”.
  Ana roza por momentos el snobismo de una clase intelectual argentina que hace culto del psicoanálisis y consume alguna droga para soportar el extravío en los cálculos rígidos y los mitos que sostienen la realidad. 
   Ana y René son los personajes dominantes, mientras que Claudio (el amor imposible de Ana) de alguna manera forma parte de los personajes tangenciales que desencadenan acciones, y las acciones son tensiones verbales, deseos que no encuentran el placer de una correspondencia.
“Moradas de primavera” plantea un debate con la versión altisonante de que en esa época el pueblo estaba esclarecido y que perdió la memoria por la represión. “Ese pueblo -como le dice Ana a su amigo Manuel-, si estuviera arriba, sería tan hijo de puta como los que ahora están arriba. Mirá, yo no creo en un mundo arriba malo y en un mundo de abajo bueno. Creo, en todo caso, como decía Platón, que hay hombres de oro en todos los estamentos y hombres de barro también en todos.” El rechazo a las masas y las críticas a la juventud peronista, en la voz de Ana, son indicios de que en esa época había una minoría que en su pesimismo advertía sobre la traición de los dirigentes y la masacre que se venía a manos de la derecha peronista y la dictadura militar, con la complacencia de buena parte de la sociedad. Esta percepción tal vez siga siendo un sentimiento reprimido que aún se esconde bajo las reivindicaciones acríticas de aquella generación.  
   Casi a la mitad del libro, se va anticipando el final de una utopía y la novela entra poco a poco a enumerar una serie de cuadros sociológicos, psicológicos y artístico-literarios que irán desembocando hacia la aceptación de la melancolía y una mitología de la infancia, como una regresión a lo elemental y al término de una aventura. Esa clave está en el capítulo titulado precisamente “Fin de la ilusión”, cuando René rememora las palabras de Perón en la Plaza de Mayo, al que no lo nombra sino con un minúsculo “el viejo”. Es un 1º de Julio que va a definir la orfandad de una juventud que creía en un líder como en un padre omnisciente y que en la fecha de su muerte  revive, además, el recuerdo de su deslealtad.  René, que adhiere a los Montoneros o a la JP (aunque tampoco los nombra), describe el desbande de la Plaza, cuando el tono despectivo y desleal de Perón los expulsa de su Movimiento y la Plaza literalmente se va vaciando.
   Unas páginas después, Ana reafirmará en complicidad con un personaje de aparición tardía, su amigo Jorge, la necesidad de oponerse a cualquier dogmatismo que haga perder de vista la libertad de la persona concreta, pensante, que sopesa las posibilidades de las circunstancias. Y con esta posición se preanuncia la diversidad que hoy se plantea, tal vez en un momento crucial para la humanidad.
   La novela es una aventura de cinco años que cierra con un regreso al punto de partida. El terror de la Dictadura que empieza, hace que los deseos se replieguen a una intimidad que si antes estaba movida por las vivencias cambiantes, ahora ocupa el lugar del ocultamiento, una juventud se ha quemado no ya como etapa vital, sino como sueño renovador que se va transformando en pesadilla, desaparición de los cuerpos y de las identidades.
   Una novela que hacía falta, para leer un pasado desde otro punto de vista que no fuera el meramente evocativo, sino el de un diálogo puesto a prueba por las múltiples facetas de la condición humana.

                                                                        Miguel de la Cruz




      APUNTES SOBRE MORADAS DE PRIMAVERA

   Moradas de primavera es una novela de de aprendizaje, una novela que trata de la búsqueda de sí mismo, del sentido de la propia existencia, de la identidad, del estar en el mundo. Es una novela políticamente incorrecta, que no adscribe a un entusiasmo patriótico o épico, ni al deslumbramiento por el heroísmo de una época, ni canta loas a la “juventud maravillosa” de los 70. Más bien observa con una ironía impiadosa -tal vez fruto de los pocos años de la narradora o porque todo  pasa a través de sus estados de ánimo-  el clima político de una intensa etapa de la historia reciente de la Argentina.
Los personajes que secundan a Ana también buscan, desde distintos ángulos: Alberto oscila entre su vocación religiosa y su mundanidad,  Claudio indaga su presunto talento, René su identidad sexual en un difícil momento para las posiciones heterodoxas.
La Plata es el escenario donde convergen los proyectos de estudiantes del interior y de los países aledaños, que no se sienten precisamente en su casa en una Argentina que no encaja demasiado con el resto de los países latinoamericanos. Y también hay estudiantes europeos que observan con curiosidad los conflictos habituales, ausentes en sus países.
Ana, con su soberbia y su solipsismo, personaje de difícil identificación para el lector –supongo- representa algo muy distinto del paradigma estudiantil que se pretende representativo de la década de los 70.
Moradas de primavera es algo así como un viaje iniciático: el tren representa el comienzo  de ese viaje que arranca desde la inmovilidad de la llanura y cierra el círculo con el regreso iluminado por la expectativa de una vida diferente, una expectativa que acaso enmascare el fracaso de no haber encontrado el destino soñado o tal vez la convicción de que la verdad siempre se refugia en los orígenes.

                         Fragmento del capítulo   LVI. Signos de perversión

(…) Lo cierto es que un día me invitaron a una conferencia, en una especie de antro que tenían. La conferencia se titulaba: “¿Peronismo o Sinarquía?”. Mi primera reacción fue ir. Después escuché voces de izquierda y no fui. Pero me quedé siempre con esa intriga, como que había perdido algo importante. A menudo llené de imágenes ese espacio abierto, ese espacio vacío en mi imaginación. Esa tarde que no viví. Yo los miraba, ahí en la facu, como a seres muy distintos con los que seguramente no compartiría casi nada, pero eran un mundo al que me hubiera gustado asomarme. Por otra parte, tampoco me identificaba demasiado con las izquierdas. Ni con la peronista ni con las otras. Claudio se burlaba cordialmente del profesor de Latín. Casi todos lo odiaban o más bien le tenían miedo. Yo, por el contrario, lo buscaba, lo provocaba con mis preguntas. Me sentaba al lado (nadie lo hacía si podía evitarlo). Recuerdo que Claudio decía: “Pobre viejo, le va a dar un infarto, entre tu minifalda y tus preguntas”. Y nada, yo, irreverentemente, me  sentaba y lo cuestionaba. Una vez se enojó, creí que me echaría de la clase. Pero no, se ve que confiaba llevarme para su molino.

La Plata está en el centro de mi obra. No sólo en esta novela, sino en otra también y en los relatos. La Plata contiene el alfa y el omega, como digo en un poema. Encierra la adolescencia, el despertar a otras realidades y un destino que pudo haber sido.

                                                                                                       Martha Bernal



Martha Bernal vive en la provincia de La Pampa. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad Nacional de La Plata. Escribe desde la adolescencia. Publicó Sortilegio de nieblas (poemas, Ediciones Ultimo Reino) y Moradas de primavera (novela, Ediciones Dunken).Participó de antologías varias y colaboró en publicaciones de su provincia.