Aunque aparentemente distinta en su forma de poetizar que de narrar, en una y otra Martha Bernal siempre resuena desde un trasfondo de magia, relaciones íntimas, sortilegios...
Vislumbre
Mueve penumbras tu corazón
densa cortina de niebla
tensas olas circundan tu caída impalpable.
Allí estás, desde el comienzo
desde aquella mañana que ignora la memoria
turbio animal sin sueños
anillo audaz de vaga lejanía
hoy esta plaza, este sitial, el rito
anuda la honda planicie de la tarde
(¿quién se asomó a mirar por si dormía
tu fe inconmensurable, tu pregunta
aquella sin retorno, negativa del eco
amor sin superficie, hondo debate de
silencio y tiempo?).
Se perdió la razón, está flotando
denso vaho la viste, la circunda,
turbias perlas le siembran las raíces
el pelo, densa tela le cubre las rodillas,
alfombra alba del norte para su tez cansada
y la distancia.
Nunca me supe ahí, estoy como un sonámbulo
mis dedos te acarician sin tocarte
por tu esencia intangible,
observo los vestigios, los ocasos
aquellos en que te ibas perdiendo.
Soy el ave tenaz que no se rinde
Aquel que circundaba navegación y ríos
Buscando una palabra inviolable y ausente.
Y ahora me pierdo y sigo contemplando
todo lo que deviene
ya nada me urge, la angustia
se ha esfumado, nadie detiene
mi soñoliento andar, sueño con vagas rejas,
con cornisas nevadas donde tu cabellera
hilaba al viento la ilusión perdida.
Mi sustancia se agota, mi vana perspectiva
No puede sostenerme
hoy el sitial enorme, extendido de ritos
se vuelca hacia la tarde
blanca de la memoria y remonta
aquel reloj de arena, aquella duermevela
antigua de los jueves, ese andar que recorre
el laberinto, reiterador de pasos y de sombras.
Martha Bernal
LAS VACACIONES AJENAS
Ir de vacaciones o quedarse en
casa: That is the question.
Pensaba esto con el último bocado de pan
dulce, de turrón, con el sabor de las garrapiñadas, los últimos sorbos de
cerveza, de sidra, las recomendaciones de la insoportable Reina Madre (para los
chicos adorable, insustituible abuela), pensaba todo esto en la casa donde el
calor anidaba como una torva araña, mirando las paredes con alguna grieta ya
insoslayable, la falsa dignidad de la escalera señorial del estudio fotográfico
que había sido, el patio de macetas y baldosas rojas que añoran el pasto y la
humedad de la tierra. Pensaba en los falsos oropeles de una casa que había sido
o siempre querido ser. Pensaba en el destino vacacional de los últimos años, en
esa Villa Gessell y sus promesas incumplidas, los amigos que parasitaban las
buenas intenciones de Eliana, esos chicos malcriados, prepotentes hasta ayer
muñecos dóciles a los que se dejaba con la abuela. Los chicos siempre se
decidían por la playa aunque un amigo de la madre insinuara Unquillo o Capilla
del Monte (esas ideas de los viejos reventados amigos de mi vieja). La playa
ofrece siempre la posibilidad de postergar los buenos propósitos del invierno:
estudio, trabajo abandonado al poco tiempo porque ni el secundario podían
terminar estos pendejos engreídos, endiosados por la estupidez congénita de
Reina Madre. Eliana pensaba qué poca habilidad, qué poco tino el suyo para
educar a esos chicos que un buen día aparecieron en su vida. Ella era así desde
que recordaba: se enamoraba de las cosas un árbol, un perro, un chico. Pero las
cosas luego se salían de madre. Para los cachorros de antaño bastaba un poco de
comida, un poco de atención. Pero esos dos desconocidos de ahora exigían de
Eliana que se cargara al hombro la mochila de sus vidas. No puede ponerse ni la
propia, piensa Eliana. Le basta con reivindicar como propia la frustración de
una vocación nunca descifrada. Tiene la oficina, los viajes a Tribunales, las
oportunidades desaprovechadas, las críticas de Reina Madre, la ausencia de un
padre que aparentaba comprenderla. Y ahora otra vez llega Enero y un nuevo plan
de vacaciones.
Los chicos partieron. Prima facie, ellos no
la necesitan. Reina Madre les hizo la valija y les dio unos pesos. Para llegar
tienen. La canción más escuchada en casa es la del dinero, sobre todo la del
faltante. Las ideas del hijo giran alrededor de todo lo que necesita y la forma
en que podría conseguirlo. Creativamente, se entiende. No siguiendo el rumbo de
la gente como sus abuelos o su madre, de oficina en oficina o sacando fotos. La
hija también piensa en dinero y fuera de pedirlo, casi no habla con ella. Sólo
con Reina Madre a quien la une un sólido hilo de ternura nacido quién sabe cómo
porque Reina Madre nunca ha sido muy tierna, al menos no con Eliana. Con los
nietos fue en cambio tierna y complaciente hasta el hartazgo. Todo lo que
criticó en Eliana le parece maravilloso en los chicos: que lleguen tarde, que
traigan amigos dudosos, que tomen cerveza, whisky, lo que se les ocurra. Que
fumen porros (total, son jóvenes) y que no estudien también es digno de
alabanza (Eliana siempre estudió y comparada con sus hijos es un modelo de
buenas constumbres). Pero así es Reina Madre: una contradicción ambulante.
Ahora le toca a ella. Tiene que comprar una
malla nueva, poner cuatro cosas en el bolso, pensar en todo lo que sus hijos
habrán olvidado, tiene que pensar en olvidar. Febrero se acerca inexorable,
aunque distante un mes entero y con los primeros días llegará otra vez el
periplo por ascensores, escaleras de mármol, falsedad edulcorada de algunos
compañeros, envidia desembozada de otros, ínfimas miserias de todos los días.
Ponerse otra vez el uniforme presuntuoso, maquillarse un poquito, engolar la
voz cuando hable por teléfono, fingir una felicidad y una armonía que no la
rodean, falsear los recuerdos de las vacaciones, y asistir otra vez a los
prolegómenos de un año que comienza y que seguramente será tan frustrante como
el pasado.
Pero, ¿si se quedara?El verano es
intolerable en La Plata y en su casa. La madre omnipresente recordando todos
los días un pasado perfecto y aventurando el futuro de los nietos. El presente
no cuenta para ella. Eliana piensa que, si al menos fuera huérfana, la opresión
sería menor. Como su amiga europea (naturalizada), una chica sin ataduras: sin
madre ni padre ni vínculos. Se le ocurrió irse a Europa, a la aventura y allá
fue. Y está bien, a lo que parece cuando vuelve de visita a lamentarse por el
Tercer Mundo y felicitarse por la maravillosa suerte de haber podido
abandonarlo. Porque, eso sí, la tal amiga es rica. Como dicen, no hay mal que
por bien no venga.
A Eliana le parece que, sin su madre,
hubiera crecido. Porque tiene ya cerca de 49, menopausia en marcha, pero para
su madre sigue siendo una niña. No registró la maternidad de su hija y en
cambio le robó los muñecos, los convirtió en sus cómplices. Reina Madre será
hasta su muerte eso: la dueña, la que manda, la que decide aunque los recursos
económicos de Eliana sean infinitamente superiores y sin ella apenas pueda
mantenerse y mucho menos mimar a los cachorros crecidos. Pero Eliana no
aparenta ni remotamente los casi 49. Hay momentos en que la madre siente el
impulso de consultar aquellos documentos que prueban que efectivamente su única
hija es una mujer de 49 porque nació cuando nació, cuando todo era perfecto.
Eliana sale de su casa. Es muy temprano y
está de muy malhumor. Justamente en enero tener que levantarse a la misma hora
que se levanta en el tiempo de la esclavitud. Qué poco ánimo. Ha decidido no
llevar más que unas pocas cosas. Con suerte comprará algo cuando llegue, si le
queda un resto disponible porque los niños son insaciables. Eliana piensa que
no debería haberse dejado arrastrar una vez más por la voluntad ajena, a vivir
unas vacaciones también ajenas. Pero una madre, diría Reina Madre, debe hacer
algún sacrificio extra por sus hijos, caramba, no es posible para una madre
pensar sólo en sí misma, en sus amigos, en sus salidas. Si los pobres chicos -a
los que ya golpeará la vida- tienen
ganas de ver el mar, pobrecitos, por qué ella iba a ser tan malvada, tan
egoísta de agarrar para otro lado o quedarse en casa haciendo nada, sólo salir
a jugar por la noche con sus amigas y tolerar mal el calor del día. Nunca pensó en ellos, ni siquiera cuando les
eligió un padre, ese consentido, un chico malcriado también él. Qué mal eligió siempre
Eliana. La culpa se ha enseñoreado del bolso, que pesa más de lo debido. Por
las calles arboladas camina y suspira Eliana cuando de pronto aparece Gustavo.
Es la primera sorpresa agradable del día.
Realmente fue una bendición encontrar a
Gustavo y a su nena. Cuesta imaginar que Gustavo hubiera engendrado a alguien y
menos a esa chica tan distinta que condesciende a acompañarlo unos días todos
los veranos para no bancarse los reproches maternos todo el año. Eliana piensa
que es una paradoja que Gustavo haya engendrado justamente a una niña porque
Gustavo seguramente no amó a ninguna mujer, ni siquiera a la madre de esa niña.
En cambio sí pareciera haber amado a Gabriel, un antiguo amigo de la
adolescencia.
La cuestión es que desandaron el camino a
pesar de las protestas de la niña y ahora están Gustavo y ella tomando un té en
la casa de él y analizando el proyecto de vacaciones que no les cierra. Pero
Gustavo tiene que hacer un buen papel delante de la madre de Laurita y además
está estudiando el terreno para una eventual mudanza a Córdoba porque la verdad
es que la ciudad ya no se banca. Cuando aterriza por fin en la realidad Gustavo
cae en la cuenta de que se les hará tarde para viajar, que él y su hija deben
partir pero ¿y Eliana? Venite con nosotros, loca, lo vas a pasar mejor que con
tus hijos en ese lugar para pendejos y Eliana piensa que a lo mejor es tentador
pasar unos días de incógnito en las sierras, el lugar para viejos según los
cachorros y a lo mejor hasta pudiera consolarse con Gustavo de las amarguras
del pasado y las por venir. Pero no, las horas que pasan ya no vuelven más. Y
con Gustavo compartieron alguna noche
nebulosa en la que algo debe haber pasado pero no está muy claro, nunca quedó
nada claro entre los dos, siempre estaban demasiado fumados o borrachos o ambas
cosas. Lo único claro es que se llevan bien, como podrían llevarse dos
náufragos perdidos en una isla o dos terrícolas en Marte.
Y de pronto la propuesta de Gustavo: loca,
me tengo que ir, yo sí tengo que sacar a mi hija de acá unos días y además
aquello me copa, estoy muy harto de esta ciudad, de su contaminación, de su
ruido, de las caras del pasado y de la tristeza de los que faltan. Si querés
venite con nosotros, ya sabés pero si no te querés ir a ningún lado en
especial, pensás que con tus hijos y sus amigos te vas a rayar, a tu vieja no
la soportás, etc. ¿Por qué no te quedás acá, en mi casa? Iba a venir un quía
amigo, de pasada le llevaría las llaves para que viniera de vez en cuando pero
qué mejor que vos. Esto no es un palacio ni mucho menos pero tampoco está tan
mal. Hay plantas y no hay madres ni nadie que joda. Quedate acá y hacé la tuya.
Cuando quieras, levantás campamento. No te vas a encontrar con conocidos acá,
es el escondite perfecto.
Eliana mira a su alrededor. Sí, esa casa
medio escondida puede ser el escondite perfecto. Sus vecinos no la descubrirán
aquí y sería muy raro que se encontrara con algún pariente. Comprar lo
indispensable para comer le llevaría unas pocas cuadras. La casa en realidad no
es de Gustavo ni de nadie. De regreso de su periplo europeo, Gustavo dio con la
casa por mera casualidad. Necesitaba un lugar, estaba con su mujer y Laurita
apenas caminaba. Recorrían el barrio buscando algún refugio barato porque no
podían vivir eternamente de la paciencia de la familia de ella y repararon en
esa casa abandonada. Un parque descuidado la rodeaba, viejos árboles,
enredaderas, malezas de todo tipo. Era indudable el abandono de años. La zona
no era mala, pero el lugar no estaba muy poblado y tenía mala fama. A ellos de
entrada les gustó. Gustavo empezó a hacer averiguaciones, fue a la
municipalidad, habló con uno y con otro. Sí, había varias casas como ésa en la
ciudad, abandonada. Los dueños se habían ido del país (como tantos en esa
época), los responsables se habían cansado de cuidarlas, pasaban los años, la
gente se mudaba, se olvidaba o moría. Pero las casas persistían en el abandono,
nido de alimañanas, o de perros o gatos también abandonados. La municipalidad
teóricamente podía apropiárselas o derrumbarlas o venderlas a quien apareciera.
La alternativa aceptable era entregarlas a alguien como Gustavo que se
comprometiera a pagar impuestos atrasados y a ponerla habitable porque,
lógicamente para los vecinos eran una molestia y un peligro por las alimañas y
también por la posibilidad de que se convirtieran en aguantaderos de chorros o simplemente vagos,
algo igualmente indeseable. Así que gracias a todo eso, Gustavo devino en
propietario de una casa ruinosa pero con posibilidades. La familia de su mujer,
con tal de sacárselos de encima, puso un
peso sobre otro para iniciar la tarea de convertir en habitable lo que era casi
una cueva. Para ellos significó en ese momento la felicidad.
Pero la felicidad no es eterna y no la
garantiza una casa que cae del cielo, ni un matrimonio estable, ni siquiera una hija que crece sana
y hermosa. La felicidad se cae cualquier día como un castillo de naipes y si
bien para Gustavo el matrimonio nunca garantizó la felicidad (sí un poco de
sosiego, una leve sensación de alcanzar el puerto) un día amaneció con
borrasca, se abrió la puerta y su mujer y su hija salieron para no volver.
Bueno, la nena volvía cada dos semanas, se quedaba unas horas o un par de días
y eso constituía una frágil relación no desechable en su vida caótica y
solitaria.
Todo esto lo sabe Eliana, Gustavo se lo
contó en varias versiones, algunas dramáticas, cínicas otras. Ella en el fondo
envidia a Gustavo, su falta de ataduras, esa libertad de los hombres como
Gustavo, que la juegan de piolas, anticonvencionales. Como el padre de sus
cachorros que se refugió en su inmadurez, en su inexperiencia de la vida para
lograr la indulgencia de todos y marcharse muy contento a Inglaterra, a probar
suerte con su música. Ella por desgracia conoce bien a los hombres como
Gustavo, hombres que viven huyendo. Ni loca volvería a hacer una elección
semejante. Pero como amigo Gustavo es leal, hay que aprovechar eso, cada uno da
lo que puede en esta vida.
Así que se ha quedado sola en la casa de
Gustavo. Hasta fin de mes puede quedarse. Tendrá que tener cuidado, no dejarse
ver fuera del barrio, no llamar a sus amigas porque se sabe que nadie es una
tumba. Su madre podría enterarse de que ella está a pocos kilómetros y entonces
se vería obligada a alejarse muchos más.
¡Qué maravillosa sensación de libertad, de
intimidad! En casa no puede sentirla porque apenas dispone de un cuarto para
ella sola. Y relativamente, porque los demás piensan que también les pertenece.
Cuando era chica, por años dispuso de un pequeño departamento para sí. En la
planta alta dormían su abuela y ella, cada una en su cuarto, en su mundo.
Después de la muerte de la abuela, el cuarto sobrante se convirtió en un
pequeño escritorio. Allí estudiaba, tenía su máquina de escribir, su equipo de
música. Hasta comía a veces, cuando no tenía ganas de soportar los caprichos de
Reina madre. Pero después de que se instalara con los chicos, el departamento
se fue achicando. Inclusive hubo que agregar un cuarto, pero el espacio de
Eliana igual se fue achicando porque los chicos lo invadían todo.
Aquí, en cambio, qué delicia. Esta soledad,
la ausencia de vecinos (porque las pocas casas, a varios metros, están
abandonadas). Uno termina odiando a los vecinos sólo porque lo son. El ser
humano es fatalmente gregario pero acaso de ahí nacen las guerras, de la
contradicción entre la necesidad gregaria y la misantropía, dos sellos
distintivos de los hombres. Eliana siente que el tiempo se estira, tanto tiempo
libre la sumerge en un sentimiento oceánico. A la mañana se despierta temprano
(la fuerza de la costumbre) y sin ruido, sin música (su madre no puede vivir en
silencio así que las mañanas son un potpurrí de música edulcorada o las
fatídicas noticias que vierte el televisor). A Eliana esos ruidos sin interés,
sin propósito, se le antojan una tortura psicológica. Los cachorros también son
adictos al ruido y aunque a Eliana le fascine cierto tipo de música, no tolera
la música impuesta. Así que a la mañana se despierta sin ruido, distendida. Se
toma un mate, se fuma un porro, come lo que se le antoja en el momento. No
tiene que asistir a almuerzos planificados ni escuchar las quejas de Reina
Madre relativas a lo que oye en la tele o lo que le cuentan los vecinos o su
propia insatisfacción porque Eliana piensa que ese sentimiento tal vez se
trasmita genéticamente. Porque siempre escuchó a su madre quejarse: de dolor de
cabeza, del desorden de la casa, de lo mucho que trabajaba, de la familia, de
los sacrificios que había hecho por su hija, de no haber tenido otro hijo, de
la situación del país, y un largo etcétera. Su madre siempre parecía estar
donde no debía. Y eso en parte fue una trasmisión genética. Porque Eliana
tampoco supo nunca cuál era su lugar ni pelear por uno. Su madre reinó sola.
Cuando nacieron los cachorros, sus padres se
alegraron. Para ellos significaba volver atrás, revivir la ilusión de los
primeros años de casados. La madre dejó los modales aniñados y adoptó realmente
el aire maternal que nunca la caracterizó ante su propia maternidad. Se tornó
una mujer comprensiva y contenedora. Hasta suspendió las quejas. Tenía una
paciencia infinita con los nietos, todo lo comprendía y aceptaba, todo le
resultaba tolerable. Su vida había alcanzado un propósito, parecía. En cambio
con Eliana siempre mostró una faceta contenida de resentimiento. Resentimiento
ante la juventud de la hija, ante sus logros. Envidia de la ropa que no podía
usar, de los zapatos de plataforma que no toleraría, de las salidas, del éxito
de su hija con los muchachos.
Eliana piensa en estas cosas sin rencor,
porque ahora es la dueña de la casa, porque ha tomado tanta distancia que no
son treinta, cuarenta, cincuenta cuadras. Es un mar de espacio el que se abre
entre su madre y ella. En ese mar de silencio se desplaza por el jardín, donde
siempre la sorprenden novedades.
Como ha llovido toda la noche, Eliana
encontró varias casitas de hadas. Curiosamente, pocas veces en la vida le fue
dado contemplar ese espectáculo. En su casa, desde que recuerda, todo estuvo
embaldosado y pulcro porque Reina Madre odia todo lo que no puede manejar y así
la vuelven loca el polvo, el barro, las hojas que caen de los árboles. O la
volvían, porque con los chicos ha cambiado y a los chicos sí les gusta el
desorden, el barro, etc. Con ellos fue más flexible y si Mauricio se embarraba
de pies a cabeza o Maité se metía en un charco para hacer una gracia, parecía
encantada.
Las sorpresas no vienen solamente del jardín
sino de la calle, de la gente que pasa. Un día en que se había sentado en la
puerta vio una extraña mujer que pasaba. Era realmente extraña: de edad
indefinida, la desconocida lucía un vestido de llamativos colores. Llevaba el
pelo bastante largo, con algún toque gris. Los ojos eran azules o verdes, muy
raros, como los de los gatos. Se detuvo frente a la casa y le sonrió a Eliana,
como si la conociera. Después continuó su camino. Caminaba con cierta gracia
juvenil, taconeando con sus zapatos rojos. Al parecer, pasaba frecuentemente
por esa calle, porque Eliana volvió a verla días después, al atardecer. Esta
vez la desconocida la saludó con la cabeza mientras sonreía misteriosamente. La
tercera vez que pasó, la mujer de colores llamativos le habló. Tenía una voz
ronca, como la de cierta actrices. Sí, eso es, debía ser actriz de teatro, eso
explicaba la extravagancia del atuendo y la audacia de los modales.
Un día la mujer le pidió un vaso de agua.
Eliana se sintió obligada a hacerla pasar, le molestaba aparentar desconfianza.
La mujer se sentó, tomó el vaso de agua y dijo. Linda casa, ¿es tuya? Eliana
explicó sin mayores detalles su situación. La desconocida la miraba con su
extraña sonrisa. De un bolso tejido también con llamativos colores sacó unas
agujas y se puso a tejer. ¿Qué hacía? Flores para el invierno explicó la
desconocida mientras tejía corolas. El invierno necesita flores. La desconocida
la miraba, sonreía y volvía a su tejido. Sos una mujer rara, dijo Eliana, un
poco asombrada de haber pronunciado esas palabras en voz alta. No soy una
mujer, dijo la visitante. ¿Y qué sos? Soy un ser extraño. A mi edad, las
mujeres no tienen sexo. Además, nunca acepté semejantes clasificaciones, son
terriblemente simplificadoras, ¿no te parece? ¿Y qué hacés? Vivo, ante todo.
Después hago cosas, cosas distintas todos los días. Por ejemplo, tejer flores
para el invierno. La mujer volvió a sonreír, guardó las agujas, se levantó y se
despidió.
Después se encontró con Estela. En aquella casa todo sucedía. Y surgió
aquella propuesta indecente que años ha rechazara. ¿Habría hecho bien? ¿Por
esto te quedás? Había preguntado Estela imperturbable ante el silencio de
Eliana, que quería casarse, tener hijos, lo que hace todo el mundo. Estela
proponía otras cosas. Era una propuesta antifamilia, casi una simple propuesta
de negocios. Estela quería radicarse en Inglaterra, tenía la posibilidad de
manejar un negocio inmobiliario allá. Estela no tenía padres, ni biológicos ni
adoptivos. Le gustaba decir que había nacido del aire, espontáneamente. Se le
hacía raro pensar que la habían abandonado como a un cachorro recién nacido. Y
sus padres adoptivos, luego, también eran extraños. Muy grandes, la habían
colmado de juguetes, de comodidades. No le habían ocultado su origen. Buena
gente, pero demasiado lejana cronológicamente. Se murieron pronto. Le dejaron
una fortuna, un tutor abogado y una enorme soledad, una carencia de vínculos
tal que hacía pensar que era una hija del aire. Se quedó literalmente sin
nadie. A lo mejor por eso se aferró a Eliana de una manera enfermiza. Por eso
no podía entender que a Elina no le interesara en absoluto Inglaterra, que
prefiriera seguir atada a su destino de hija única con responsabilidades
exclusivas, que estuviera enamorada de su novio, que quisiera hijos.
¿Pero cómo Estela aquí? ¿Cómo había dado con
ella? Es que la casa atrae a las corrientes del tiempo. O tal vez esas plantas
misteriosas que Gustavo le encargara cuidar. Sobre todo éstas, que no les falte
agua. Esas plantas tienen un poder proverbial para cambiar los estados de la
mente, alterar el tiempo, las sensaciones. Despertar visiones del pasado. Y
esto había ocurrido en el pasado, más de veinte años habían pasado desde el
viaje de Estela, desilusionada de Argentina. Tras haber intentado volverse
izquierdista y haber visto el fracaso y el horror y la alienación, Estela había
optado por la huida. Había triunfado una vez más la veta capitalista. Claro,
allá estaría mejor y ella no tenía afectos profundos. Así era fácil, cómo iba
Eliana a renunciar a los suyos, a lo que estaba acostumbrada. Su sentido de la
responsabilidad le hubiera impedido toda forma de la felicidad. Ningún paraíso
europeo podía compensar el desarraigo, no para quien estaba tan arraigada, a su
pesar. Y en cuanto al dinero, como lo tenía lo gastaba, Eliana no era mujer de
previsiones.
Todos pasaban por la casa. También aquel
antiguo amigo de la noche, un paria. Venía de Brasil, le contó. Ese sí era un
desarraigado, no le había costado adaptarse puesto que nunca se había sentido
en su casa en ninguna parte. Mi nacimiento molestaba, solía decir. Y callaba
oscuros secretos de la infancia. Le
trajo piedras de una cantera, piedras bonitas, de colores, que alguien
podría engarzar y fabricarse un fantástico collar. O colocarlas dentro de un
recipiente de vidrio y mirarlas, eran un placer. Y Eliana piensa, cuántos
amigos ausentes en esos años, cuánta nostalgia. Algunos desaparecidos, otros
muertos, otros tragados por la distancia o el olvido. Esta casa tenía un no sé
qué, todos la encontraban. O acaso era el sortilegio de las plantas. Pero sin
nada no se podía vivir. Eliana tenía también oscuros secretos que la
atormentaban. En cambio cuando fumaba los terrores se diluían. Por ejemplo, el
recuerdo del no nacimiento del hermano. Ese hermano que ella había imaginado,
con quien jugaba. Pero resultó que el tal hermano en realidad no existía ni había
existido nunca. Sólo en su imaginación, sólo en sus sueños.
En las noches de tormenta ella soñaba al
hermano no nacido. En una pesadilla recurrente escuchaba los pasos del hermano.
Y después un toc toc en la escalera. Pero no era un niño sino algo así como una
pelota que rebotaba en las escaleras y era sin embargo su hermano. Los demás
decían que no había sido nada, que en última instancia el sueño del hijo
perdido no era tal porque no había tal hijo, sólo una masa informe, una bola de
tejido. Pero Eliana que había soñado y hasta establecido cierta conexión con
ese hermano que iba a nacer no podía resignarse al fracaso de la naturaleza, a
esa maternidad sin hijo, palpable a lo mejor en cierto rictus de Reina Madre
que veía desvanecerse la esperanza de un varón. Y acaso en el aire triste y
distante de su padre hubiera una cuota de aquel remoto desengaño. Tuvieron que
conformarse con esa hija que debía llenar todos los huecos, suplir todas las
promesas que había sembrado la posibilidad de un hijo varón.
Aparece Darío. No ha cambiado tanto, aunque
ha perdido ese aire efébico que tenía cuando ella lo conoció, un mediodía, en
una reunión con amigos. Darío era un hermoso muchacho, tan hermoso como una
puede imaginarse que fueron los efebos griegos. Y le sonreía. Eliana supo que
eso era la felicidad, esa sonrisa, ese gesto abierto de él ofreciéndole un
plato, algo de comer, era la felicidad. Nunca con nadie Eliana sintió esa
comunión, esa unión espiritual, esa comunicación mágica. Se enamoró de Darío
con un desaforado amor. A él pudo contarle cosas de su vida, secretos, que a
nadie había contado. A él le habló de Estela, de esa relación misteriosa y
perversa. Darío no se inmutó con la confesión: él había amado a un hombre, a un
muchacho también sensible y muy atractivo, a un estudiante de arte. Se habían
separado amigablemente. Darío no tenía profesión, pasaba la vida deambulando.
No para encontrar trabajo, como explicaba para simplificar. Su trabajo, el eje
de su vida era encontrar a Dios. Y lo explicaba con esa sencillez natural con
la que explicaba todo: si Dios estaba en todas partes, debía estar también en
esa ciudad inmutable e impiadosa. El estaba resuelto a encontrarlo y con ese
afán recorría las calles, agotaba el espacio.
A Reina Madre no le gustó. En un primer
momento pensó que era un amigo de Eliana, uno de esos amigos raros que ella
traía a casa y a los que la unían lazos que Reina Madre, con su mentalidad
encorsetada, no podía entender. En general no le gustaban los amigos de Eliana,
ni varones ni mujeres. Ellos eran muy raros, parecían poco hombres y ellas eran
lo más parecido a mujeres perdidas que podía suponer. No entendía Reina Madre
las amistades grupales, ese conjunto de seres heterogéneos que salían no en pareja sino cuatro o seis
varones y una chica. No quería pensar –era para volverse loca- qué podían hacer
cuatro muchachos y una chica o seis muchachos y dos chicas. El mundo de ella no
funcionaba así. Pero se sintió peor cuando se dio cuenta de que ese amigo que
Eliana había traído a casa y que la trataba tan espontáneamente era algo así
como el novio. ¿Novio? Eliana desdeñaba esa palabra pero, bueno, algo así como
novio, traducido al lenguaje de gente como Reina Madre. Hasta planeaba casarse
con Eliana. Bueno, casarse legalmente no podía porque se había casado una vez,
hacía dos años más o menos, un error de juventud. ¡Hasta eso, planeaba un
concubinato! Reina Madre sentía que le faltaba el aire. ¡Su hija una concubina,
algo así como una mala mujer oficializada! Y además ese muchacho no tenía
trabajo, ni un título. Porque si hubiese sido médico, abogado, arquitecto… la
cosa cambiaba, concubinato incluído. Pero esta especie de reo, con linda cara
pero sin dinero, sin casa, sin auto. Su hija se había vuelto loca. ¿Qué le
podía ofrecer a su hija, vamos a ver? Y el muy desfachatado había contestado
seriamente que su amor, si eso era poco. ¡Amor! Reina Madre sentía el infarto
cerca. ¿Qué amor? ¿El amor de los jóvenes, que dura tan poco? ¿Y después? Ella
no estaba dispuesta a bancar a un desocupado en su casa. Así que optó por
echarlo inmediatamente. Y el payaso ni se inmutó. Hasta se despidió de ella
amigablemente, como si pensara regresar al día siguiente.
Al mes de eso Darío fue ingresado en una
clínica psiquiátrica, tras mucho deambular delirando por colectivos, bares y
calles. Eliana lo visitaba casi diariamente, lavaba su ropa, disfrazaba su
desolación. Para ella Darío era el mismo. No es el mismo, decían los demás.
Esas tardes en la clínica, con todo, eran una fiesta. Eliana tomaba el té con
ellos y se sentía más feliz que en su casa. ¿El se curaría alguna vez, sería
una persona normal, un hombre maduro? Pero entonces tal vez ella no lo
quisiera. Darío era hermoso así, con su figura efébica, sus frases delirantes,
su exhibicionismo seductor.
Cuando salió era un poco otra persona y poco
a poco se alejaron. El gran amor se esfumó con el paso del tiempo, como ocurre
a diario. Eliana volvió a su vida y después conoció a Claudio y vino el casamiento
y los cachorros.
A ella le hubiera gustado tener un hijo de
Darío. No pudo ser, él no quería. A lo mejor estar loco era hereditario y
además estaba muy ocupado buscando a Dios y, ya se sabe, se busca mejor a Dios
en la soledad del desierto que entre las preocupaciones que implica una
familia. Eliana en cambio necesitaba tener un hijo. A lo mejor por eso apareció
Claudio que era débil, poco apto para las contingencias domésticas pero al
menos se alegró con la presencia de los chicos. El también necesitaba una
justificación para vivir aunque tenía otra que le resultó más estimulante: la
música. Y asi Eliana se quedó sola con dos cachorros que apenas recordaban al
padre. Si no hubier sido por Reina Madre hubiera podido erigirse en jefa de su
casa pero Reina Madre no iba a perder fácilmente el único papel protagónico de
su vida. A lo mejor ella también hubiera querido ser alguien ypor eso peroraba
y daba lecciones al aire en la soledad de su cocina. A veces Eliana, en su
irritación, la increpaba: si sabés tanto, si tenés la justa, por qué no vas a
decirlo por ahí, por qué te quedás encerrada acá. Pero ése es el silencio de
las mujeres invisibles. Así como dicen que las mujeres en las sociedades
patriarcales reinan solamente cuando son madres y por eso hacen de la
maternidad un baluarte, Reina Madre no quería ver tambalearse su trono
maternal. Volvió a ser madre activa con el nacimiento de los chicos y ellos se
acostumbraron a tratarla como a la madre y a su madre como a una hermana mayor,
bastante molesta, que les interfería los deseos que Reina Madre alentaba. Y el
padre-abuelo dejaba hacer, él no se metía en las contiendas domésticas, él
estaba en su laboratorio y luego en se enfermedad, parapetado, al margen.
Viene otra vez la mujer del cabello ligeramente
platinado. Le dice ahora que puede dibujar con sus agujas el destino. Está loca
verdaderamente esa mujer. Por qué no planeás, le dice, yo te ayudo, cambiamos
lo que sea, elegimos lo que te guste para el futuro. ¿Tiene futuro Eliana? Sus
hijos, impiadosamente, le recuerdan que su juventud pasó, que ella no es
actual. Les conviene que esté ahí, que los vigile, sobre todo les conviene que
les dé dinero. Porque otra cosa no le aceptan. Un poco, sí, Mauricio. Con él
hay cierto entendimiento remoto. Con Maité nada. Es curioso, pero nunca estuvo
pendiente de sus hijos. Cuando eran chicos, tenían a Reina Madre. Ella no podía
preocuparse por que les faltara algo porque total la madre perfecta la
suplantaba. Ahora son dos jóvenes arrogantes que se las saben todas y ella, que
nunca se sintió madre sino más bien hija, no los extraña. Estarán bien, casi se
siente menor que sus hijos aunque ellos le recuerden tantas veces que las
oportunidades pasaron a su lado y ella no se dio cuenta.
Está en esa casa, en La Plata. La Plata es
encrucijada de tormentas, encrucijada del tiempo. Tiene dos planos, dos
realidades. Uno impera en el territorio de la vida, otro en el de la muerte.
Dicen que aparecen el Alfa y el Omega. En las diagonales cruzan fantasmas.
Confluyen la ciudad clara y la ciudad tenebrosa. Eliana nació en esta ciudad
misteriosa, con recovecos. Suele pedalear por las noches porque ella acaso sea
una criatura de la oscuridad. Atraviesa la plaza Moreno y se interna entre los
parias, entre sombras que son ruinas de otra época. Acá, hace mucho, hicieron
sortilegios. Y las cráteras con el agua ausente son garantía de la muerte. Tal
vez por eso haya pasado lo que pasó aquí, la fascinación por la muerte. Eliana
está pasando los últimos días de Enero. ¿Y después?
Eliana
sale de la casa porque ya pasó Enero. Antes de salir se miró al espejo y se vio
ligeramente distinta, como si alguien más la habitara. O acaso más joven, como
si el tiempo en la casa hubiera cambiado de rumbo. Camina con su bolso de
viaje. Hace una hora regresó Gustavo, muy contento, como quien ha encontrado un
nuevo camino, una oportunidad inédita. Sí, se volverá a Córdoba, es cuestión de
arreglar un par de cosas y se irá a vivir a un paisaje que se le antoja
maravilloso, a lo mejor porque es nuevo. En cuanto a Eliana, se puede quedar en
la casa, total no es suya ni de nadie. Se la prestó el azar y al azar vuelve. A
Eliana le gusta la posibilidad de vivir ahí, libre de Reina Madre. Puede
tomarse vacaciones de por vida porque esa casa será la encrucijada que le
conviene. Ya está pensando en hacer algunos cambios, tal vez poner cortinas,
tal vez comprar algún mueble. Allí todo es magníficamente ajeno, es posible que
deba habituarse a la ajenidad para sentirse ella misma.
La mujer del pelo ligeramente canoso se
cruza con ella en la esquina. Le sonríe. Ellas se entienden. Voy a buscar mis
cosas para quedarme acá, piensa Eliana. Reina Madre la mira con extrañeza, los
chicos, de regreso, también. Nos vamos dice Eliana. Al menos yo me voy. Desde
este momento todo va a cambiar. Hay consternación en el aire de todos los
demás. Reina Madre intenta un puchero, como una niñita, pero se queda a medio
camino. Los chicos están acomodando sus cosas. Ha llegado febrero pero es Enero
para siempre. Ahora Eliana es la dueña de su vida y eso significa adueñarse de
los meses, de los días, de los tapices de la extraña tejedora, su cómplice al
fin. Cualquier cosa menos la resignación, menos la mediocridad. Aunque haya que
renunciar a la madurez. Eliana vuelve a la casa de la confluencia temporal. Por
fin se adueña de sus vacaciones.
Las casitas de
hadas siguen allí porque todas las noches llueve. Algún gato se cuela por el
cerco (mejor dejarlo así, no tapar ese hueco). Un colibrí vuela entre las
campanillas.Las tres plantas misteriosas, madres de ensueños, se balancen
levemente, como si asintieran. Qué hermosa es la vida, piensa Eliana.
Martha Bernal
Ilustraciones: Mañana en Cape Cod, 1950 y Mediodía, 1949, de Edward Hopper
Fotos tomadas de un libro.